Soler






Pasan cosas grosas a la noche, grosas, grosas, es un decir, pero convengamos que sí, que pasan cosas grosas. Entre planteos morales, y enumerar lo que voy hacer al otro día, me acordé, no sé por qué, de un albañil que laburaba en casa cuando yo era pibe. El apellido de él era Soler. Creo –quizá es una generalización errónea- que era la única persona en este planeta capaz de bajarse un vaso de soda recién servido y que no se le cayera una lágrima. La tomaba de un saque, y nada che, no lloraba, no sé como hacía. La cuestión es que un día le hice una fea a Soler. Yo era un pibe, boludeaba, lo hice sin maldad. Mi hermano, después de muchos años, lo encontró en un natatorio, y dice que se acordaba de esta anécdota y se reía. Asique, no es nada grave. No me olvido más, Soler, nos juntó a mi hermano y a mí, y nos dijo que iba a cambiar una lamparita pero que no iba a cortar la luz. La lamparita que iba a cambiar era de una escalera, o sea, tenía para prender arriba y al final de la misma. Cuestión, que él se dispone a cambiar la lamparita, yo estaba abajo mirando como lo hacía. Y fue un instante, se me dibujo una sonrisa en la cara, y apreté la perilla para prender la luz. Ja, no me olvido más. Pobre Soler no le daba el cuerpo para putearme, apagaaaa me gritaba. Lo dejé pegado como tres minutos, y después reaccioné y apreté la perilla devuelta. Me acuerdo que me enoje, encima, si un cara dura, por cómo me había gritado. Yo pensaba que no había hecho nada malo. En fin, te cuento esto porque la boluda del tercero me despertó, con su caminata en taco aguja por toda su habitación. Deben ser hermoso esos zapatitos, pero no da amor, no da.

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