Quizás porque



El otro día pude comprar un libro que quería leer hace rato. El nombre no importa. Y tampoco importa que la muchacha que me lo iba a prestar, no lo hiciera. Se olvidó. Antes de venir para San Nicolás, en retiro, pregunté en varios puestitos que siempre tienen de todo, pero no lo que buscaba. Después al final, casi escondido, encontré uno y pregunté, ya sin esperanza, apurado porque mi colectivo ya estaba en la plataforma. La piba que atendía, me miró, pensó, se tiró atrás y lo sacó como si lo hubiera pescado del río. Nos reímos. Yo le dije que no estaba en condiciones de pagar tanto -y digamos- no es que el libro no lo valiera, y di vueltas hasta provocarle una mueca. Ella dudó, un rato, la gente se estaba subiendo al colectivo, le dije que ya no había tiempo, que todo estaba en sus manos –el libro inclusive-. Subí al colectivo, no había comido nada, ya eran las tres de la tarde, se me había pasado el almuerzo, y ya sentado la panza me hizo acordar. En el asiento de atrás, iban un pibe y una señora, que tampoco habían comido, pero fueron más precavidos y se llevaron una vianda. Sacaron –todo por mi olfato- unas papas fritas que me ametrallaron. No importa, me dije, en tres horas estoy en la terminal. Yo odio las terminales, son grises, y siempre hay gente esperando algo, o a alguien, sentadas mirando sus relojes, el tablero rojo, impacientes, acodados a las ventanillas, mirando por los ventanales, desilusionándose a cada rato, esperando los carromatos de dos pisos. El humo de los cigarrillos, y la televisión a todo lo que da. Y una voz que anuncia la llegada, y el egreso, y las postergaciones. ¡Las postergaciones! Y todo eso que esconde una terminal (que real mente esconde muchas cosas), barajadas en esa rutina diaria que no vemos, porque siempre estamos de paso, pero que otros conocen porque la viven y reniegan de todo eso. El que vende gaseosas me lo dijo, por lo bajo, pero me lo dijo, y yo no supe que decirle, no supe como palmearle la espalda, el ánimo. Ahí viven esos tipos, como el de la gaseosa, que se ganan la vida, y parte de mi se queda ahí, con el de la gaseosa, el que labura en la estación de servicio, que agarra el surtidor a las cuatro de la mañana, y no llega a fin de mes, con el del peaje que toma mil bondis, cada vez que los veo me quedo con ellos, un poco de mi se queda a su lado. Siempre denostados, escupidos con miradas rancias, laburando la noche, la mañana, el día, y las miradas por arriba de los hombros, solo eso les queda. Para volver paleando una tristeza, inexplicable, detrás de los ojos, con el lomo cagado a golpes, eso que muchos no entienden. La mina que va en el tren a limpiar casas, cansada, sin mirarse al espejo, pero sabe que no quiere más eso, pero sigue, se levanta, y deja los fracasos por un rato, para que la suerte se le cague de risa, y después vuelva y todo sea como antes, con la luna que cae y el día que termina, y así, así, de oscuro todo, por eso, quizá soy amigo de ellos y me quedo, me quedo un rato, con la mirada perdida, como tomando impulso, tomando ese valor, que a veces no tengo, pero que tanto busco. Ahí parado con el tipo de las gaseosas que me contaba sus tristezas, su descalabro. Y sus días de felicidad y tormento lindados por una fina línea que no se deja ver. Me lo dijo, así, por lo bajo, pero me lo dijo, y me contó tantas cosas, y subí tarde al colectivo, me putearon, me refugié en la butaca nueve, ahí en la ventanilla. Yo viajaba porque mi hermano más chico terminaba la escuela y se hacía esa fiesta que todos hicimos alguna vez cuando terminamos la puta escuela, y que - luego de una noche vertiginosa, de alcohol, y bailar con las viejas al principio, para después buscar minas lindas, con un vaso en la mano, que siempre resulta poco, y uno pide y le niegan, y una mina termina doblada en dos en el baño, y nadie quiere ir a buscarla, y el humo que siempre tira el idiota que pasa música, y las puteadas con los mozos, que nunca tienen la culpa pero son la cara visible, y la comida que tiene aires sofisticados, y todo eso- después nadie recuerda. No tenía traje, y esa era la cuestión que intentaba solucionar mediante mensaje de texto, hasta que me informó un cartelito que no tenía eso que llaman crédito. A partir de ahí me puse a leer el libro. La chica le bajó el precio, y yo le prometí que a la vuelta iba a brindar con ella, con una sidra. Pero que íbamos a tener que esperar que se enfriara en el bar que estaba enfrente. No sé cómo se llama, pero me dijo que iba a estar ahí. Leí cien páginas, me sumergí rápido, evitando el hambre y las papas fritas de los de atrás. Pensé en pedirles pero después reusé a esa idea. Qué confianza podía establecerse en un colectivo, para que un tipo se de vuelta y te pida tu comida. No, absolutamente ninguna. Esa mañana había ido al Ministerio a presentar unos papeles para un trabajo. Me dejaron presentarme pero no hicieron lo mismo con mis papeles. Me faltaba, no sé qué cosa, buena suerte y hasta luego. El papelerío siempre es complicado, y leer los anexos no es divertido, y los que escriben los anexos se me hace que tampoco son divertidos.



Llegué a la terminal de mi ciudad, hacía calor, y había mosquitos, que ya los había olvidado. Bajé las escalinatas, miré el bar de enfrente y ahí estaban los viejos de siempre tomando un vermut, jugando a las cartas. Enseguida me invadió la tristeza, tanta tranquilidad me da tristeza, a dónde está el quilombo, y el humo de los autos, y las puteadas, cómo es eso que hay gente en la vereda con las camisas abiertas mostrando sus panzas blancas, haciendo visera para evitar el sol. Tomando mate. Me senté a un costado con mi bolso azul –algún día voy a contar las historias de ese bolso azul, cuando me las acuerde bien- para aclimatarme al cambio brusco del colectivo. Tengo tantas historias para contar, que siempre olvido, y no me acuerdo el principio pero si el final, y después me acuerdo el principio pero no el final. Por eso no las escribo, no valen la pena ni el esfuerzo. En un segundo, mechado con el calor, y los mosquitos, y la tristeza de la tranquilidad, me acordé de la estación de servicio, el otro día, cuando entré a mear, y a mojarme la cara, con la capucha puesta, de mi campera marrón. Después caminé sin sentido por la avenida Entre ríos, recordando al pibe que jugaba con el diábolo bronco, yo nunca lo pude tener, y arrancaba y se le caía y arrancaba y se le caía. Qué quería decir esa imagen, porqué lo había mirado tanto desde la mesa, con la cerveza caliente. Era cansadora la persistencia del pibe, cansadora y motivadora, por otra parte. No negociaba con su cansancio, arrancaba una y otra vez. Después se paró mucha gente, me distraje y lo perdí. No lo vi más en toda la noche.
Crucé la calle y me compré una tarjeta de crédito. Hablé con Fausto, estaba todo arreglado, tenía que pasar a buscar el traje a la tarde. Él no iba a estar, se lo dejaba a su vieja. OK, le digo, pero no podes estar durmiendo a esta hora. Me generó envidia. Y nada tiene que ver con eso de la envidia sana, eso no existe. Ya lo discutí en varias mesas, voy sumando adeptos. No voy a repetir todos mis argumentos. Me faltaban los zapatos. Igual, eso no me preocupaba, tenía ganas de ir en zapatillas, ya ponerme un traje me incomodaba por todos lados, imagínense un par de zapatos de otro, no, era traicionarme demasiado. Mis zapatillas estaban bien, decidí, en ese momento. Me llegó un mensaje de un amigo, preguntándome si había llegado, y todo eso. No le contesté. Quería ver a mi perro Beto. Es de la calle, mi vieja lo rescató casi moribundo, no tiene ni un año. Bajito, con el pecho blanco, el lomo amarillo, y unas uñas muy filosas. La fiesta pasó, mucho no me acuerdo, siempre hay alguien que te hace acordar, o te etiquetan en el facebook, acodado a la barra, arruinado, diciendo pavadas, o con el seño fruncido, o mirando la nada. Y fotos, y comentarios, y todo eso. Ya estoy arriba del colectivo, me olvidé la sidra, estoy leyendo el libro, que me llevó a puentes y tiendas y paisajes y tabaco, me olvidé la sidra, pobre piba, con el calor que hace, la tenía en la heladera, seguro que estalló, estoy pensando que historia contarle, nada épico; decirle que la tomamos con los choferes, que no pude decirles que no, que después la compartimos con los gendarmes que nos pararon en la ruta, y así pudimos seguir viaje. O decirle la verdad, que nunca tiene nada de épico; que no se deja querer ni un poquito, que delata el olvido, la poca importancia de las cosas, sirve decir la verdad, me pregunto a veces, se guarda linealidad, no tiene un puto vaivén, y descansa en cierta tranquilidad que atormenta, que molesta, prefiero mentirle para que se ría y no me crea, y me olvide, como todo, como a la verdad. Como yo que me olvidé la sidra, la puta madre, y las llaves de casa.

Aportes para el debate

Cuelgo esta entrevista -muy interesante para sumar puntos a la discusión de coyuntura- realizada en Radio Nacional en el programa de Mario Wanfield. Comparto la línea que tira mendieta acerca del discurso de la UIA, tácticamente es entendible, pero en esta bifurcación, deja, quizá, un sabor agridulce. Y resalto que el Estado debe terciar en la lucha entre el capital y el trabajo. Los otros blogueros: el escriba y María Casullo.

  A mamá le encantaba el mar. La última vez que pudo ir se trajo un cuadro con olas que rompían en una playa. Pidió que lo colgáramos encima...