El techo de los días




A la noche cuando quiero dormirme sin levantar sospechas, una costumbre, perdida en un cajón,  miro por la ventana, por el techo de los días, como esperando que venga el día, como una maceta muerta, de un balcón que se cae. No quiero ponerme oscuro, ese lugar en el que no explico nada, cerrando y abriendo ventanas. Tengo una voz que me dicta todo lo que escribo, todas las preguntas anotadas de pasada, ese lugar en donde uno se desvanece, el vacio que nunca se llena, escribir desde la debilidad, esa mirada. Es una mierda. Mirar las cosas siempre con un ojo entrecerrado, siempre sospechando, que me esquivo, falto a mi fiesta, vienen todos, pero yo no entro. Me quedó en la puerta. Con preguntas sin respuesta, con respuestas para nadie. Mirando las manos abiertas, con los dedos suspendidos en el aire, miro el piso. Lo único que tengo es una risa, que a veces se me cae, como una sombra enceguecedora. Y me cuestiono, el espacio, mis pensamientos, mi caída en un mar de miradas. Nunca quiero explicar nada, me parece demás, y las preguntas, y las ganas de que responda con algo que quieren escuchar, y miento, siempre que puedo miento, y me aburro en la esquina de la certeza, donde está todo en camino, por tierra, por el costadito, siempre, por ahí, te guiño un ojo. Doy una vuelta en el aire, zafando, desafiando mis contradicciones, todos los tipos que soy, todo lo que no digo, las cartas que tiro en los buzones del alma, sin remitente, sin cerrar el sobre de la ternura, de las ganas de devolver un poco, un poco de todo. Sin correr a otros lados. El mundo que te prometo, que  lo estoy pagando en cuotas. Con unas ganas de que se sostenga de una punta, con el dedo índice y el pulgar, apretados. Que ganas de que se sostenga, un poquito, sin que duela, sin que se estire, el instante, sin forzar el caminar, que te enseña el andar perdido. Buscando, siempre buscando, una salida de emergencia, un minutito afuera. Con la simpleza del barrio, con la frente blanca, que se mete en la avenida de las pasiones, no tengo mucho. No quiero más que eso, dejar las carretillas de culpas, los pájaros no dejan huellas en las nubes. Y soy todo eso, y no soy nada, esa parcela, esa esquinita, donde todos creen conocerse, donde todos se miden con las miradas por arriba de los hombros, donde todos se miden su historia, adulterada, incompleta, de derrotas. Y no la cuentan, la pasan de largo, rápido, como si fuera la muerte, como si les doliera equivocarse. Perder. Perder es no perder nunca, perder es que todo vaya bien. Siempre bien. Cuando todo está muy bien, algo en el lado que no se ve se está pudriendo, se está arrugando, con la zona áspera que no se cuenta. Ese lugar incomodo. Pedir disculpas con las muelas apretadas, con la garganta seca. Y caminar, con ganas, con la voz, intacta, que dicta, que contradice, que reprocha, que se ríe, cuando vamos cinco abajo, se ríe con la boca bien abierta, con las manos en la panza, con las ideas en una hoja, con una letra maldita, ilegible, con la risa, (ja), cuando se caen los estantes, los labios sinceros (ja) sin ser oscuro, sin subirse al andén de los que desesperan, (Ja), con los brazos partidos. (Ja). Sin saber cómo termina todo. (Ja). Sin ver los créditos del final. (Ja). Un teclado con la persiana abierta. (Ja). Esperar a la suerte. (Ja). Con la risa en el medio. (Ja). Del tango se sale bailando, con altura, con los pies de barro, con (Ja) el pecho abierto. Y cuidarse de que te vean reír mucho. Cuidarse de los que te miran atónitos. (Ja). Y reírse de ellos, (ja), de sus papelitos ordenados, (ja), y la suma, y las andadas, (ja).Y dejar que se te rían (Ja) (Ja) por la espalda. No es más que eso.      

El hecho maldito



El hecho maldito

Por Martín Rodríguez *
Un ideal democrático diría que todo es representable. Cada nota del gran concierto social puede tener su canal de representación, su político, su partido, su “colectivo”. Empieza en la garganta y termina en la urna. Como si fuera posible una sociedad democrática sin intemperies o lagunas, o baches de demandas. Contra esa idea demasiado utópica, las cacerolas también reflejan un síntoma (no el único) de que la democracia incluye zonas vacías, aún vacías, de representación. Digámoslo así: quizá la gobernabilidad kirchnerista incluye ese sonido de intemperie.
Un detalle bastante elocuente de la cobertura del último cacerolazo es descriptiva de una de las dificultades de esa representación: no se podían poner testimonios. No se podía a riesgo de no poder filtrar a algún energúmeno o energúmena que destiñera la imagen colectiva. Porque toda protesta, aun las más espontáneas, intenta dar “una imagen”. El canal TN, vinculado afectivamente a la protesta, redujo la cobertura a un largo paño con imágenes de la masividad y las voces de los cronistas que iban detallando los acontecimientos, las movilizaciones, las consignas genéricas potables. La sensación que se desprendió de esa sana prudencia también incumbe al desafío de una oposición que tendrá –de algún modo– que hacer pedagogía sobre sus representados. Pasar a civilización ese runrún difuso al que TN escapó y que sí fue amplificado a propósito por el programa Duro de domar exponiendo las declaraciones más crudas de la gente al cronista.
Pero no se trata de invertir siempre la fórmula de civilización o barbarie, donde ahora los nuevos bárbaros del orden democrático son los sectores de clase media y media alta que no fueron barnizados por la pedagogía progresista de estos años. No. Esa plaza incluyó muchas cosas, claro que algunas por su consistencia tuvieron más volumen y densidad y se visibilizaron mostrando su relieve más nítido: el de los afectados por las restricciones al dólar. Pero la manifestación absorbió otras demandas en la vía de un reclamo de mayor “transparencia institucional”. La agenda liberal kirchnerista en lo político y su agenda intervencionista en lo económico, por contraste, deduce el perfil de la libertad amenazada que reclaman. Puedo tener el sexo que quiero, pero no puedo tener los dólares que quiero. Al revés que en los ’90. Liberales somos todos. Sin embargo, el telón de fondo estimable de esta protesta, lo que amenaza romper ese dique geográfico tan subrayado (Callao, teflon, dólar) es la inflación. Un malestar que puede alcanzar a sectores más populares.
Pero la embriaguez retórica que cifra gustosamente en clase media y clase media-alta la raíz del cacerolazo limita y condiciona una lectura de la naturaleza kirchnerista para la solución de los problemas argentinos: cuyo populismo real tiene que ver más con la clase media y su ampliación. Un discurso anticlase media puede ser negador de la movilidad social. La clase media es un resultado social, comprende una narrativa familiar de movilidades ascendentes. Y, algo más complejo, su demonización suele hacerse desde sectores de esa misma clase. Peleas de vecinos. Progres versus reaccionarios. Y aunque los energúmenos existen (el “mute” de TN lo confirma, el temor a que se escuchen los “¡yegua montonera!”) también es cierto que esa clase media urbana resulta una distinción excepcional en la región. Somos el país con más tradición de clase media del sur. Y si el peronismo –en versión romántica– es el hecho maldito del país burgués (como decía Cooke) también ahora, de un modo más real y con un peronismo de estricta raigambre pragmática, la clase media es el hecho maldito del país peronista. A su vez, es una clase media que tiene proporciones peronistas, frepasistas, católicas, radicales, laicas, consumistas, antipolíticas y así. Crisol de razas, cuya pertenencia corporativa más aproximada se dedujo en el consumo de ofertas del Grupo Clarín. Un consorcio líquido.
Pero volvamos al leitmotiv del día después: “que esa plaza se organice”, “que vaya a elecciones”. Ese planteo modula la crisis de partidos, más que la crisis de representación. ¿Habrá candidatos en un año que toquen música maravillosa para esos oídos? Seguro que los habrá, porque ya los hubo. Pero el desafío por esas reestructuraciones partidarias enfrenta una dificultad congénita de nuestra democracia: el peronismo, ese elefante que ocupa demasiado espacio, impide la partición republicana en dos partidos de centroderecha y centroizquierda. El peronismo es siempre el mismo, y regula a su modo cuanto de tradición y novedad haga falta, y se disciplina hacia el signo de cada tiempo. Hoy el kirchnerismo llevó esa estructura hacia la izquierda pero conservando su articulación territorial.
Una crónica militante que se extiende en redes y medios nac&pop dicta que esos cacerolazos están poblados con personas de menor cultura política, en la tradición de ocupación del espacio público, y cuya revelación del “sentido colectivo” por el que se manifiestan suele ser menos elaborado, más brutal y racista. Esas plazas tienen algo intraducible, algo de defensa de privilegios de clase en un primer plano y que convive más vagamente con el llamado a una universalidad nacional. Suenan más mezquinas y desafían a la construcción de un discurso más amplio, uno que sí o sí debería incluir –como mínimo– un lugar para los beneficiarios de la AUH. ¿Cuál es el borrador del programa por la positiva?
Pero atenuemos entonces la fantasía de creer en la representación total. La política no es una sábana flexible que no deja nota sin tocar. Y la demanda de representación (campanas que sonaron para el arco opositor) no significa la amplificación de ese abajo, sino la tarea más difícil de hundir las patas en ese yuyo, separar la paja del trigo y sacar sueños posibles en limpio. Porque una interpretación didáctica y simple de esas demandas puede acabar en riesgo de desfinanciamiento estatal. Una sensación: si se les da todo lo que piden, nos quedamos sin Estado. La política debería ayudar a traducir también en gobernabilidad la expectativa de ese sonido y esa furia.
* Periodista.

  A mamá le encantaba el mar. La última vez que pudo ir se trajo un cuadro con olas que rompían en una playa. Pidió que lo colgáramos encima...