El poeta


Llegué de San Nicolás y en mi departamento había varias notas debajo de la puerta. Una decía que había olor a gas, firmada por Betty (es la dueña del departamento de al lado, que todavía está vacío), la otra decía que mi baño perdía y la humedad había comenzado a aparecer  en la habitación de la de abajo. Así de lindas son mis vueltas a Buenos Aires, y, ni hablar, de las expensas, la luz, el gas, que también habían llegado. La humedad es como las cucarachas, nunca se le gana por completo, a lo sumo se le empata. Llamé al de la inmobiliaria pero no me atendió y después me olvide. Estuve con mis amigos, con el Locón, al que le pusimos ese nombre porque está completamente loco. Es un tipo que no mide consecuencias, que no tiene el alma parcelada con alambres. Cuando era chico, un día, cortando el pasto con una cortadora eléctrica se electrocuto y estuvo en coma. Desenchufó la máquina y cuando tiró el alargue cayó en la pileta y empezó a bailar el malambo, hasta que su hermana lo fajó con una tabla y lo salvó. El locón es eso. Él ningunea a la muerte, tiene el cuerpo marcado y ya no se acuerda de qué. Cuando vino a casa lo vi rapado, me miró y me dijo, ah, bueno, estaba aburrido. Esas son las personas que quiero a mi lado. Cuando era pobre (lo sigo siendo señora, no como mucha carne porque está muy cara, vio, qué difícil la vida del héroe, señora) el Locón siempre me prestaba plata para salir a los boliches, a emborracharnos, después, yo, juntaba peso por peso para devolverle cada lata de cerveza. Crecimos juntos y eso es lo que nos une. En una época tenía un Dodge 1500, me pasaba a buscar para ir al club y enfilábamos en la poderosa. Después, boludeando, agarró mal un pozo y se fue a la zanja. El Locón salió ileso, el auto no. Lo perdimos para siempre. Siempre que podía me salvaba en matemáticas, me hacía la prueba y me la daba adelante de la profesora. Él no me podía explicar nada de números, le salía, era como respirar, yo, en cambio, odiaba y odio todo ese mundo dogmático  en donde todos creen la convención del dos más dos es cuatro. Es triste. Un día a una profesora muy vieja, le hicimos creer que dos más dos era cinco. La vieja se jubiló a la semana, entendió el mensaje.

Acomodé las cosas, fui a buscar una valija para subirme por primera vez a un avión. Puse lo justo, no tenía mucha ropa y menos de abrigo. Tenía que viajar a Caviahue (todavía no escribí la nota) por el diario. Una compañera me cedió el viaje, porque, yo, señora, soy el mejor. Y así, con la humildad que me caracteriza pedí un taxi para que me pasara a buscar a las 5:45 de la mañana. Todo un desafío levantarse cuando todavía es de noche. Le puse un candado malísimo al bolso y me fui para aeroparque. Me encontré enfrente de aerolíneas Argentinas con el grupo de periodistas que iban a cubrir el viaje. Era muy temprano y prácticamente no hablamos. Es lo normal para seres humanos. Subí al avión y me acomodé en mi asiento, por suerte con un solo acompañante, mucho más curtido en viajes que yo, porque cuando le dieron la vianda la liquidó en diez minutos, comía como los presos. Después me di cuenta que era el tiempo que los energúmenos de los azafatos te dan para comer y retirarte todo (todo mal con el azafato, yo estaba durmiendo y me  empezó a gritar qué querés tomar, ahhh). Llegamos y nos subimos a una combi, en Neuquén. Para llegar teníamos cinco horas de viaje. Me puse a leer un libro de Henry Miller al que leo con devoción, algo que no sé si está bien. A medida que avanzábamos se me  iban congelando los pies y las piernas. El paisaje no ayudaba para mucho y me puse a dormir.
Una vez en la ciudad nos llevaron a los hoteles a dejar nuestras cosas. Caviahue es una ciudad muy chica, que tiene nada más que 27 años de vida. Es un cráter. Un volcán explotó por demás y se auto destruyó. Ahí armaron el centro turístico. A medida que uno empieza a hablar con los habitantes surge cierto hilo de ruptura. La mayoría se escapó de Buenos Aíres. Un bioquímico largó la multinacional y se vino a hacer cerveza artesanal. Los guías también son de Buenos Aires, las mujeres que limpian en el hotel son de Santiago del Estero. Las ciudades chicas tienen el horror de tener todo muy claro. Éste es el chorro, aquel es el bueno, el otro es el malo, y así, aburrido por dónde se lo mire. Todos te dicen que están barbaros pero cuando te ven se largan a hablar hasta por los codos, eso es signo de soledad, absoluta. Cuando se escapa de algo, hay que estar preparado. Porque, en fin, lo más fácil es escaparse. Trasladar un cuerpo, convivir con él, con el espejo, implica conocerse a uno mismo. Lo más duro y menos deseado. El problema es que, si tooodos son buenos, uno empieza a buscar el costado de la maldad. Uno quiere ver algo dañino para que el escenario sea verdadero. Tanta sonrisa, tanta amabilidad, por algún lado tiene que salir. Uno espera encontrar un pájaro muerto en la calle, un perro, algo. Serán tan felices o se resignaron a eso? Entendieron, quizá, la convención, del dos más dos es cuatro y se aguantan a la profesora vieja, insoportable, toda la vida.
Buscando algo distinto pregunté por algún bar. Me dijeron que a dos cuadras de donde estaba había uno y fui para allá. Ahí me encontré con el poeta de la ciudad. Un hombre viejo, con la espalda cagada a golpes. Tenía como brújula un vaso de cerveza y la mirada hundida en el ventanal. Me acerqué y lo saludé. Bajó su cabeza y me ofreció sentarme. Pidió otra cerveza y me dijo, nunca, pero nunca… y no terminó la frase. Me miró y tomó un trago largo. Aclaró la voz y empezó a hablar. Me contó de sus viajes de juventud por Colombia, habló del gran Andrés Caicedo, un escritor que se suicidó a los 25 años. Hablamos de Que viva la música, su única novela, de su suicidio y el poema que le dedicó. Pedimos otra cerveza y el bar ya estaba lleno. Manuel traía el suministro y anotaba a nombre del municipio. El poeta sonreía y borraba de un tirón su sonrisa, como una máquina de escribir cuando se le termina el ancho de la hoja. Yo le decía que la ciudad me parecía aburrida y él me hablaba del amor. Anota, me decía, anota esto: el amor es una suposición, pura, cansadora, sinuosa, que actúa como un ciego; va tanteando con las manos en la oscuridad y logra abrir puertas y ventanas, y después, con el mismo mecanismo, las va cerrando. La suposición es la mejor arma, decía con ojos jóvenes, porque no se caza con nadie, jaaaaa, con nadie. A mí me traicionó muchas veces, me tiró al piso y después me dio la mano para levantarme, entendés lo que te digo, y chasqueaba la lengua. Y Manuel se acercaba sin llamarlo y el humo de los cigarrillos nos tapaba la cabeza. El poeta perdía el hilo y retomaba después de un trago.






Cenizas de rosas
Estampé la firma de renuncia en la línea indicada,
Me escapé de la multitud,
Con cenizas de rosas en el abrigo,
Buscando pájaros muertos en la nieve,
Supe quemar mi única vida en las calles de Cali,
Bailando con los pies desechos untados en manteca,
No hubo más tiempo para Andrés,
Que tenía el golpe de gracia y un filme en el delirio.
Me convertí en un perro callejero apurando autos,
Ladrando al viento,
Y me libré de las muelas oscuras,
Fui una cruz derribada en una autopista,
Fui la misa de los marginales,
Y de tanto ser, lo único que me quedó fue el camino de vuelta,
La mirada carcomida y la cabeza limpia de belleza.
Puse la firma con las dos manos,
Andrés dijo no quedan más fichas,
Y fue el centelleo de la parodia,
Un poeta con la cara derretida,
Un poeta que escribía con la sangre fresca en el piso,
Un poeta precoz,
Un desafió al día y al amanecer,
Andrés tomó el frasco sin leer el prospecto,
Andrés cumplió su palabra,
Andrés no dejó rastros en su cuarto,
Andrés se despidió desde el comienzo,
Bailando con los cadáveres  de la existencia,
Danzando con su increíble valor,
Hoy nadie recuerda al gran Andrés en Colombia,
Hoy Andrés está en cada fiesta,
Andrés tomó el frasco y leyó el prospecto,
25 pastillas de colores con un whisky,
25 pastillas
Verde, roja, azul.
25 disparos al aire,
25 acordes bemoles,
25 suspiros
25 ojos abiertos
Andrés soltó el frasco y la vida volvió a nacer.
El poeta iba soltando palabras en la mesa desvencijada y tallaba su nombre con un Tramontina. No hay salida al mar, pibe, creo en la noche, la traición la trae el sol. La traición es el motor de las grandes ciudades. Está en uno, desde que nacemos. La traición como avance, como táctica. Cuesta entender que en lo malo está lo bueno. Nunca nos dejan hacer las dos cosas, por eso hay asesinatos, borrachos, fanáticos, católicos, drogadictos, periodistas, poetas.


Con Guido, periodista de página, ya estábamos cansados de las otras periodistas, con las cuales tuvimos varias discusiones. Bah, en realidad, una era periodista de la prensa, la otra era abogada, que trabajaba en un portal de turismo. Una piedra pensaba mejor. Pobre, abogada y fea. Porque si no le hubiésemos dicho todo que sí, que este país se arregla matando a todos los negritos, y eso que tanto les gusta decir en mesas y comidas como si fuera el abc. Pero como era fea le dijimos que era una imbécil. Llegué a Buenos Aires, con los oídos muy tapados y una terrible lluvia, nos separamos en la puerta de aeroparque, me subí al taxi y me puse a leer a Miller.

  A mamá le encantaba el mar. La última vez que pudo ir se trajo un cuadro con olas que rompían en una playa. Pidió que lo colgáramos encima...