Hace algunos años, en Brasil, pude reconocer cómo existen personas que aparecen en tu vida para enviarte derecho a una equivocación. Estábamos con mi amigo el Locón, en Bombas. Había, al final de la playa, un camino de piedras muy grandes, en dónde muchos turistas se trepaban y recorrían por encima del mar una larga pasarela.
Hicimos lo mismo. En un momento del camino nos topamos con un hombre entrado en años. Éste nos frenó para contarnos que, cuando era joven, hacía todo el camino en media hora. Iba y venia, decía, moviendo las manos. Esto despertó en el Locón las ganas de hacer el sendero que el hombre extraño pintaba de súper accesible.
Decidimos hacerlo. Yo estaba con unas zapatillas de lona y el locón en ojotas. A medida que avanzábamos el número de personas disminuía. El camino era agreste. No había ningún tipo de señalización. A su vez, era paradisiaco. Me hacía acordar a "La playa", esa película en la que Leonardo Di Caprio hace un papel que pasa por todos los estados anímicos. En una parte cuenta a sus compañeros de comunidad que, al ser atacado por un tiburón, decidió que no iba a morir ese día. Más preciso, termina gritando ante los ojos incrédulos del campamento: "I will not die today". Después la película va desgarrando el mundo idealizado, festivo en los primeros momentos pero oscuro llegando al final. El poder se sostiene con oscuridad. También el dolor se apaga con sordera. Porque Di Caprio sobrevive pero a otro el tiburón le come una pierna. Ese personaje, pasado los días, no para de gritar de dolor. Con el tiempo, deciden llevarlo a una carpa alejado de todos. Sólo algunos lo visitaban para curarle la herida. Y al final lo terminan matando.
Brasil es un país de carga positiva. Tiene menos estereotipada su idea de país. Existen múltiples lenguas, giros idiomáticos, que un mismo brasilero puede no entender a pocos kilómetros de su casa. Su lengua, al no ser homogénea, les permite cierta flexibilidad para sostener un mundo por hacerse. En Argentina, en cambio, creemos saber cómo debe ser nuestro país. Algo que a lo largo es sumamente aburrido y frustrante. Porque el mundo nunca se ajusta a nuestro ideal.
El tipo sin decirlo nos había desafiado. Por eso estábamos caminando al mediodía al rayo del sol, como en el mundo de Di Caprio, primero con un sentido festivo, para luego ir de a poco perdiéndolo en el camino. Es que, al comienzo pensamos que iba a ser fácil, como el hombre nos narró. Pero a medida que avanzábamos el camino era más agreste. Por momentos teníamos que subir por montañas plagadas de pinches, de ramas que volvían como látigos. A su vez, había caminos que no llevaban a ningún lado y teníamos que volver sobre nuestros pasos. Eso hizo que perdiéramos mucho tiempo y, a su vez, energía.
Pero lo conseguimos. Llegamos a una playa solitaria de esas que parecen un cuadro, en las que sentís que tu presencia puede arruinarlo todo. Nos metimos en el mar, el agua era transparente y la arena estaba llena de piedras. Desde ahí se veía, lejos, la playa de la que habíamos escapado. La piedra que daba al frente de la costa estaba ahí. La vuelta fue lo más complicado. Las raspaduras aumentaron. Los árboles con ramas traicioneras. Las subidas, las bajadas, las piedras que tuvimos que saltar para volver a nuestra playa. Todo el tiempo pensando en ese viejo que seguro se estaría riendo a carcajadas de nosotros.
Por suerte, en nuestra casa rodante teníamos fiambre. Comimos todo lo que había y volvimos a la playa en donde nos esperaba una de las anécdotas más geniales que me pasaron en la vida. Al borde de la playa existía un complejo de cabañas en el que se hacían todo tipo de fiestas y en aquella ocasión un casamiento. Todo era espectacular, como en las películas. Las chicas hermosas de blanco, hombres vestidos de gala, gente feliz al borde del mar. Todo parecía cuadrar en una historia más de las que se puede esperar de un casamiento. Pero algo rompió el fino cristal de lo esperado.
Recuerdo que no entendí en un primer momento qué era lo que estaba pasando. Con el Locón tuvimos que preguntarle a uno de los mozos qué era lo que estaba sucediendo. El mozo se reía a carcajadas y nos hablaba muy rápido. Lo que pudimos captar era que el casamiento resultó ser una tremenda farsa. Los novios no eran los reales. Es más... nunca aparecieron. La gente no lo podía creer y esperaba que aparecieran los verdaderos. Pero eso nunca sucedió.
Pasadas las horas, los invitados decidieron dar vuelta la página y hacer de esos dos actores los protagonistas de una fiesta alucinante. Se sacaban fotos con ellos, los tiraban para arriba. Bailaban las canciones que retumbaban en los vidrios, se emocionaban con el video de la pareja. Los falsos novios eran espectaculares, disfrutaban como si se estuvieran casando de verdad. Nuestra vida se reflejaba en ese acontecimiento como guiñándonos un ojo. Cuánto hay de falso en lo que hacemos cada mañana y cuanto de verdadero.
Los fuegos artificiales chocaron contra las estrellas de esa noche de Bombas. Los novios levantaron las copas, todos hicimos lo mismo y la música siguió hasta las seis de la mañana. Al final de la ceremonia, los invitados volvían a sus cabañas riendo, cantando, festejando lo ominoso de esa noche: Bombas fue una fiesta.