Afuera las hojas volaban, miraba por la ventana, la luz de la calle tomaba parte de la habitación. Yo soñaba con redacciones, humo, teclados viejos, monitores olvidados. Mi computadora, de esas portátiles, estaba enfrente de un bosque. Congelado, sombrío, con el camino surcado; mi lámpara lo iluminaba, descubría sectores escondidos, un libro de Dostoievski estaba al pie del camino. El barrendero comenzaba a limpiar la esquina de México y Sarandí, con ritmo sincronizado, tenía esa cancha de años de trabajo, barría y juntaba las hojas acumuladas de la bocacalle. Su uniforme resplandecía en la noche, los perros del barrio ya no le ladraban, conocían su horario de trabajo.
Eran tiempos en los que yo buscaba trabajo, golpeaba puertas, mandaba currículos adulterados, llenos de ítems falsos, tomaba colectivos, subtes, taxis, llamaba por teléfono a amigos, de otros amigos, de falsos amigos, preguntando si querían mis servicios. Me decían que llamara otro día, después decían que lo hiciera en varias semanas, y por último, optaban por no atenderme el teléfono. Tenía escrito miles de cosas, la mayoría sin terminar. Me estaba dejando la barba, me salía mal y en algunos sectores era despareja. Sabía que en mi ciudad podía trabajar en el diario local- eso no me convencía- ese diario era un panfleto de empresas y también sabía que no me iban a pagar un centavo. Caminaba por un abismo, siempre al borde de caer, surcando los vientos y los empujones. En la costanera, a la noche, el río golpeaba con fuerza, yo pensaba mucho después de jugar al fútbol. Miraba a lo lejos, otros pescaban y pedían silencio. Eran tiempos de batallas culturales, garrapiñadas por las esferas altas. Llegaban colombianos, ecuatorianos, a estudiar a Buenos Aires. Se sorprendían de las luces porteñas. Caminaban, tranquilos por las calles del centro, no temían, o estaban acostumbrados a la hostilidad, a la crudeza. Yo salía a caminar a la noche, para sacudirme las cosas que pensaba, era una especie de ejercicio mental, a veces me colaba en un cine que pasaban películas argentinas. Después volvía, tomaba un café y escribía, borraba, guardaba archivos que luego quedaban olvidados. Leía algo de Benedetti - pensaba- es todo en vano, la perfección existe y se llama Benedetti. Pensaba en Buenos Aires, en su anarquía, plenamente atrayente, extasiada en el jolgorio de la noche y sus impurezas, puras de la época. Es en fin, una enfermedad crónica, en su estado máximo, despierta enloquecida y no termina, sigue con su gira, y hace lo que todas las ciudades quieren y no pueden. Pero ella si lo hace, y cómo señores, cómo. Tiene rincones salvajes, llenos de rabia, escondida por años, en bares de antaño destilados en desquicio. Sus fronteras están marcadas a mano alzada, y esa mano nunca se equivoca. Zonas de baúles llenos de monedas, de joyas, alhajas y su contracara, su antagonismo despiadado; baúles llenos de mierda, de moscas, cucarachas. Quien quiera dar el salto transcendental tiene que venir para el puerto, gambetear infancia, entregarse a nuevas callejuelas, vecinos fantasmas, olvidar la templanza de la tarde. En su vidriera está todo, ahí, en sus narices, al alcance pero no de todos. El circo está abierto para todos, pero no todos ven el show del león. Eso pensaba a la noche, cuando daba vueltas en la cama (algo, claramente, aburrido). Pasaba gran parte de mi tiempo arriba del doce (reconozco que no me molestaba viajar en colectivo, solo cuando iba parado), plaza constitución era un mar de gente -creo que el mar lleva en su esencia un código indescifrable, siempre intenta decirnos algo pero nunca llegamos a entender bien a qué se refiere. Bueno, las personas también tienen ese costado, esa navaja escondida entre sus ropas-. Bajaba, y entraba a la facultad, subía cuatro pisos, llegaba muy agitado, eso que no fumaba y tampoco me dedicaba a las drogas duras. Me sentaba, escuchaba la clase, nunca preguntaba nada, me reía de las preguntas que los demás hacían (no existen preguntas tontas, sino hombres tontos que preguntan), hablaban de ADN, células, herencia, entre otras cosas que no me interesaban demasiado, pero tenía que hacer que me interesaran. Nos daban un recreo, mínimo, casi ínfimo, más o menos de quince minutos, que los fumadores festejaban como un gol a los ingleses. Las horas no pasaban, eran tres en total, después bajaba los cuatro pisos y me apostaba a tomar el colectivo, conformando una gran fila que daba vuelta la esquina. Llegaba a mi casa, en ese tiempo vivía en Congreso, caminaba hasta la pieza, y me sentaba en mi escritorio abordado por la desidia, cosas que se iban acumulando por olvido; se juntaban vasos, tazas, cucharas, boletos de colectivos, volantes callejeros. Así estaba mi mesa, así también estaba mi vida, desorganizada, tenía un pantalón al que odiaba con todas mis fuerzas, primero porque yo no lo había elegido (lo había intercambiado con mi hermano), y segundo; estaba muy estirado, tenía los bolsillos rotos, el ruedo cortado, y en fin; ya había cumplido su ciclo. Para ese tiempo tenía bien claro todo lo que no quería, era una lista larga, extensa. Mi dificultad pasaba por lograr capitalizar todo lo otro que sí quería. Era como estar arriba de la calesita y no poder agarrar nunca la sortija, y sumarle que el tipo que la tenía en la mano se me cagaba de risa (¿puedo poner malas palabras?, sí acá no hay editores). La mugre de la mesa la corría hacia un costado, el problema era cuando todos los costados tenían mugre. Leía todos los correos electrónicos que me llegaban, siempre soñando con una oferta de trabajo, me llegaban estas cosas: ¿Quiere ser flaco?, “He aquí la fórmula mágica”, “Cosméticos para la belleza facial “, todo, mil pavadas, nunca un mail que dijera: “Señor, sabemos que usted se encuentra en una búsqueda exhaustiva e incansable de trabajo. Queremos ofrecerle que usted sea parte de nuestro proyecto, coloque al final de su respuesta la cifra que lo haga feliz”. Cuantas veces soñé con ese mail. No, nunca llegó. Tenía un blog, ahí publicaba cosas, algunos me decían que les gustaba lo que escribía, hasta las chicas lindas. Igual no le daba mucha importancia, yo pensaba que todo eso era una porquería, además era una acción egoísta mía, lo hacía para olvidarme de eso. El vidrio de mi ventana vibraba cada vez que pasaba un colectivo, así me despertaba cuando me quedaba dormido escribiendo. Me dolía la espalda, estaba flaco, mi camisa tenía cada vez más pelos (hecho que hacía replantearme la vida), perder la fuerza del cabello, era un costo político muy alto, y no estaba convencido de poder afrontarlo. De pararme sobre un púlpito y decir: “Señores, he aquí un hombre calvo”, de todos modos, era sólo un hombre, bah soy sólo un hombre, y ante las desgracias genéticas nada se puede hacer. Veía el noticiero, me decían que aumentaba todo, que afuera era Kosovo, que los sindicalistas tomarían el poder, que las clases medias llegarían a ser parte de las clases altas, entre otras cosas. Ese noticiero, era un claro retroceso para todo proceso creativo. Me debatía en ese entonces, en pasar las x para un lado o para el otro, y me dolía que la ecuación siempre me diera negativa (siempre que una cuenta te da negativa algo mal estás haciendo), claro está que los hombres de letras, estamos de este lado porque perdimos la guerra contra los números: nos pasearon, nos tiraron con toda su artillería, y nosotros –ingenuos- firmamos nuestra retirada, así no más, sacamos la banderita blanca, y dijimos: “Señores, si quieren venir que vengan, no les presentaremos batalla”, y nos fuimos desterrados a otra tierra, con libros, con ideas, con compromiso social, dejamos algo estrictamente racional, y nos metimos en el campo sentimental, luchando porque alguien leyera lo que escribíamos, y también porque esa mina nos diera bola. Paseábamos por Santa fe, sin bolsas, sin la ropa último modelo, tomando un mate helado, con risas de por medio. Tenía un pizarrón en dónde anotaba todas las veces que perdía. Ponía, hoy tanto del tanto, volví a perder. Sí, así eso, lo anotaba. Gastaba toda mi plata, la que me sobraba, en auriculares, gran negocio, para aquellos que siempre hacen uno más débil que otro, y no te duran más de dos meses. Hablaba con mi hermano, estaba harto, cansado de trabajar en el call centre, siempre soñé con armar un gremio enorme que sea sólo para los trabajadores de los call centre, y romperles el culo a esas empresas extranjeras que se manejan con las leyes que ellos quieren. Yo sé lo que es trabajar en un call centre. Una vez fui convocado por esos portales de trabajo, que nunca te consiguen nada. Pero esa vez me consiguieron una entrevista para hacer llamadas a España vendiendo líneas telefónicas. Una mentira gigante, un robo a mano armada. Fui varios días a prueba. El último día tenía que vender alguna línea. Si no te decían: “ves ahí al final de la escalera, esta la puerta, chau”. Y fui ese día, no le vendí nada a nadie, estuve cuatro horas (parecían cien), llamando a pueblitos de España, vendiendo algo invendible –ya había en ese lugar muchos hijos de puta que tenían cancha, y para mí propio asombro, hacían tonada gallega, unos hijos de puta- ya las últimas llamadas entre tantas puteadas que me comí, decía: “Señora esto es un robo, deje todo lo que está haciendo y escúcheme atentamente. Usted va a tener que dejar su empresa telefónica por la nuestra, que es claramente peor que la suya y le cobran más caro. Ah, me olvidaba, el servicio es malísimo, y por último no soy de España. Llamo desde Argentina, la capital de los chorros, y si créame le estamos robando. Ahora usted me tendrá que facilitar su documento y su cuenta bancaria. Y tenga mucho cuidado con lo que hace, la estamos observando. Y tampoco se atreva acortarme el teléfono”. Claro está la respuesta de la gente, me deseaban una hermosa estadía en la concha de la lora, y también se acordaban muy bien de mis antepasados españoles. Termino el horario de trabajo, cabe destacar que no me pagaron un peso, me llamaron y me dijeron:” ves, ahí al final de la escalera, esta la puerta, chau”. Nunca fui tan feliz en mi vida, era como cruzar el último paredón de la cárcel. Debo reconocer que el sueldo era bueno y me daban obra social, pero no estaba dispuesto a mentirle a la gente tan descaradamente. Sí, soy argentino, pero tampoco para tanto.
No estaba dispuesto a mentir por otro. No sé porqué escribí todo esto en pasado, puede que sea parte del pasado, también del presente o del futuro. Puede que todo esto nunca haya existido. No se reduce en ningún pluscuamperfecto, ni pretérito, o si. Si, ya sé tengo que conseguir trabajo…
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