El vagabundo que está llamando a tu puerta tiene puestas las ropas que tú llevaste una vez.
Munditos chiquitos
Hace tiempo que no escribo de corrido, derecho. Hace tiempo que, también, no vuelvo a ciertos lugares. Hay que pegar, en los caminos sinuosos -quizá porque las cosas se dan así- portazos. Mandar a todos a la mierda. Para no cambiar, para no dejar de ser uno. Para, también, no embarrarse en las guerritas de casilleros. Encapricharse. Dejar espacios. Devenidos en pantanos. Irse. Así, con la frente en alto. Con las manos en los bolsillos. La historia después la manipulan, la cambian, la sacan, y se acabó. Es así, se acabó. Porque uno, simplemente, no quiere rebajarse a la pelea en mundos chiquititos, con mundos chiquititos. Esos que andan por la vida con el puñal en la mano, la palmada de la falsedad, caminando de asaltos, con un solo pie, porque no pueden meter los dos en las baldosas de sus mundos, porque se caen, de tantas agachadas, de tan pelotudos. De a poco ciertos guiños ya son moneda corriente. Lo pienso cuando pongo el agua en el diario. La hoja en blanco, la publicidad pegada. Y esos mundos chiquititos te persiguen por todos lados. Y hay que negociar con su histeria, con sus chicanas, con las expensas impagas, con la soberbia de los perdedores, con los techos grises donde caen los días. Hay que negociar con la gente ya vencida, que no quiere más, que tienen la mirada gastada, con la espalda encorvada, en las avenidas, y las manos atrás. Cigarrillo mediante. Hay que negociar. No queda otra. Con los puntos, las comas, con las oraciones, con las ganas de renunciar, de tirar todo a la basura. Y en cada tira y afloje, se pierde siempre un poco de frescura. Esa frescura conseguida en una discusión de borrachos. Con los amigos que no veo hace tiempo, brindo por ellos. Los tipos despreciables, con la picardía de la impunidad, con la muerte de los despachos, los números internos. Hay que negociar. Y reírse a carcajada limpia de todo eso. Burlarse de sus munditos, porque uno no quiere negociar para entrar en eso. Uno quiere negociar para no cruzarlos por las calles, por los bares, los cordones, los colectivos. Uno prefiere negociar para no compartir la astucia que predican, los caminos estrechos. La avaricia de sus miradas, lo privado de sus odios, sus pasiones por lo mezquino.
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