La mirada perdida en un sillón. Alguien se comía la charla,
contando del barrio, los puentes del Estado, las calles internas, las arterias
subdesarrolladas. Me quería ir. Necesitaba aire. De calle. De noche húmeda. Me
arranqué del espejo del ascensor. Afuera llovía una noche de verano, con un
aire de fin del mundo, de despido, de ciudad enorme, de volante para salvarse
de la rutina. El agua se iba por las bocacalles, suicidándose, mezclándose con
la basura del día, se escurría. Crucé
por la calle de la pensión, donde comíamos arroz blanco, con lo que había, con
un plato para todos, sin esperanza en más. El estudiante del ahorro, de la
pelea en pasillos de facultades públicas, en los baños con charcos de meada, se
respira las ganas de salvar el barrio, con las manos juntas como tomando agua
de una canilla, para salvarte de todo eso. Y llevarte a otro lado, sin la
confianza de ser lo mejor. Sin la confianza en nada. Escribiendo frases cortas,
en bares, en servilletas, en manteles de fondas, en paredes. Sin atar a nadie,
sin conservar ni un recuerdo, sin mirar los talones. Siempre con un bolso azul
recorriendo avenidas, de dos manos, como
una paradoja, como una risa al aire, la ciudad que nos pasa factura, que
nos pide pagar una deuda, de vidas pasadas,
de eterna disculpa, con lo que fuimos, con la sombra que nos sigue. Una
disculpa eterna que ya no tiene palabras, ni discurso, ni pared para pintar su
último deseo, ganándole una cerveza al chino de la cuadra. Para festejar otro
día de supervivencia, de labios estirados, de la piel blanca. Fuimos el barrio apagado después de un
carnaval eterno, con los vasos de plásticos, las lámparas de colores, el cuerpo
nos pasó la factura del frío, de los talones fríos. Como un aviso, como
marcando el camino, el desenlace lineal, de errores.
Y el agua caía como la esperanza de los pobres.
Tus ojos adolescentes, con el miedo de perderlo todo, de
golpe, de un tiro, derrapando en la banquina. Sin garantías para nada, para
estar de pie, en el quirófano donde descansan los cuerpos, en camillas heladas,
en los túneles de luces blancas, de silencios eternos. Un dique a la tristeza.
Una gaseosa sin etiqueta, un café sin azúcar, un teléfono sin crédito. La senda
peatonal que nos divide, que nos deja con la mirada en lo que hay que cruzar,
con el paso para atrás, con el mentón erguido. Con un miedo de película. Y
empieza el nuevo día para los trabajadores de rieles, de metales, de autopartes,
de manos dolidas. Y empieza la canción
del cemento, del 1,25, de las mujeres bellas y fuertes, que esperan en las
esquinas, en los bancos, en las filas, en el hueco de un árbol, esperando pagar
sin desgracias, sin lo espeso.
Caía el agua, por los toldos, por los carteles iluminados,
por los cuerpos de los edificios, esperaba un taxi, un colectivo, para subirme,
para andar, para parar de pensar, para llegar a ningún lado.
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