Yo te dije en el playón de mi casa, ya estaba borracho, que
te iba a escribir algo, a vos, porque siempre a las chicas lindas les prometo
un texto, como si ahí pudiera sellar la eternidad. Sabes, yo, una vez me
enamoré de una piba que tenía una sonrisa parecida a la tuya. Fue en San Telmo,
cuando empezó todo, después íbamos a caminar a plaza de mayo. Yo no tenía un
peso en esa etapa –ahora tampoco- vivía en el once, en una pensión. Siempre le compraba un helado de limón y caminábamos horas entre las palomas y
los vendedores ambulantes. Buenos Aires era una ciudad inmensa y fría y terrible y la conocí, en parte, con
ella. Íbamos a las fiestas de la facultad, en donde discutíamos con todos, tomando
cerveza. Después desayunábamos por ahí y pasábamos días enteros sin plata. Yo
buscaba trabajo, sin mucho entusiasmo. Una vez estuve a punto de quedar en un
call center. Me escapé. Me fui corriendo de la gorda que tomaba la prueba.
Después ella se fue a vivir a Lanús y yo me tomaba el 37 a
la noche, con la cabeza pegada a la ventana, miraba el camino y las manos de
las señoras que limpiaban casas en capital. De a poco la distancia nos fue
apagando y todo se terminó. No sé, cuando lo pienso, no me acuerdo bien qué era
lo que la hacía inolvidable, me quedan las pequeñas cosas, que se pegan al territorio del cuerpo, como anzuelos, porque
recordar es olvidar y puede que sea lo que mejor hacemos.
Con el tiempo empecé a viajar de Buenos Aires a San Nicolás,
después a Rosario. Me pasaba horas arriba de los colectivos. Fue cuando decidí
buscar por buscar y no por encontrar. Conseguí trabajo en un diario, por
intermedio de un gran amigo, que hoy tampoco veo más, porque se fue a vivir a
Corrientes. Y Buenos Aires me fue llenando de amigos olvidados, de intentos en
vano, con un cielo lleno de hematomas negros, me fueron cercando munditos chiquititos,
fui abandonando espacios, fui negociando con gente vencida, que caminaban como
si tuvieran un arma en la nuca. Eso me sirvió para escribir, muchas cosas, fui
acumulando, hojas de Word. Después perdí todo.
Sabés no sé porque te escribo esto, puede que no te importe,
pero cuando era chico soñaba con jugar como Ortega, gambetear a todos, sacarme
la remera para gritar los goles. Lo hacía, en el Barrancas, cuando jugábamos en
los cumpleaños y puteábamos cuando las mujeres querían jugar al fútbol con
nosotros. Fue, me acuerdo, a los ocho años cuando un perro de la calle me mordió el
pecho. Mi vieja me llevaba al médico porque la herida no cerraba y tenía miedo de que tuviera rabia. Después de una semana la herida cerró y comprendí que la
piel vuelve a su lugar cuando entendemos las heridas. A partir de ahí, algo
cambió, mi sueño era escribir, contar algo, quizás, cosas chiquitas. Crear un
mundo, poner las manos juntas para tomar agua y dejar que la canilla gotee y se
rebalse el balde de palabras. Escapar de las iglesias, de las profesoras de
inglés, del destino con olor a muerte. Decidí insistir, insistir, insistir, en la
única vida que tengo, porque un hombre es un campo de batalla, en donde la
lucha es contra las parcelas del alma, las membranas del corazón. Puede que
estén siempre en otro lugar. Puede que la vocación sea un sufrimiento y que todo sea una casa gigante, con muebles,
pero vacía, rotundamente vacía, en donde el eco rebota como una pelota. Mira, voy
pensando en esto cuando cruzo a los colombianos de mi cuadra, que bailan y
toman cerveza en este viernes de lluvia, en la calle. Una pendeja me interroga con la mirada. Yo
sigo caminando, saludo, con una mano, la otra la dejo en el bolsillo. El agua me va mojando la cara y los autos siguen camino.
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