Toma el tren hacia el sur

Llegamos al Chocón, con Demasi, Juanfer y el Locón; fuimos a un acantilado, pusimos los pies en el agua y a mí se me ocurrió que era un buen momento para tomar una cerveza. Le dije al Locón y salimos en el auto a comprar. Como no conocíamos el lugar paramos en el centro de información. Había dos empleados. Nosotros bajamos en patas, hacía mucho calor. Como todo trabajador turístico, el tipo sacó un mapa y no nos paró de hablar, marcando con círculos diferentes zonas. Yo lo interrumpí y le pregunté por un súpermercardo. Acá, me dijo. Saludamos y fuimos por la cerveza. Yo no tengo un buen sentido de la orientación y tampoco presté mucha atención a las palabras del guía. El locón, que se había calzado los lentes de sol, me decía que no le había entendido nada. Llegamos y había un par de pibes y pibas dando vueltas. Era un centro comercial, bah, así figuraba en el mapa. Los pibes se conocían todos y nos miraron mal cuando bajamos del auto. Había cerveza Iguana. Compramos cuatro y pagamos como si fueran cien. La cerveza más cara de la historia. Estábamos con sed después de un viaje largo, del que mucho no me acuerdo porque lo dormí casi todo. Eso si, en Junín casi nos matamos porque había curvas muy cerradas y era de noche. Después no hubo mayor sobresalto.
Subimos al auto y se notaba que las cervezas no estaban muy frías. Las puse en la heladera que teníamos. Estacionamos. Juanfer y Demasi estaban parados en el mismo lugar, con los pies en el agua. Abrimos una y la fuimos pasando. Nos pusimos a mirar el paisaje y por algunos minutos no hablamos, solo nos pasábamos la cerveza y lo único que se escuchaba era el agua y los tragos que pegábamos. Después nos sacamos una foto en cuero y nos pusimos a pensar a dónde íbamos a dormir.


Se hizo de noche y fuimos a buscar camping. Había uno cerca y tenía pinta de caro. Bajé y pregunté el precio. Era caro. El Locón dijo que había uno en la entrada y para allá fuimos. En el medio del camino, paramos a mear y Juanfer cuando se bajó perdió una zapatilla que llevaba en el asiento de adelante. Llegamos al camping y era barato y tampoco había muchas ganas de seguir dando vueltas. Juanfer empezó a preguntar por sus zapatillas, tenía una y no encontraba la otra. Nunca más la encontró.
Hicimos las carpas, teníamos dos. En una dormíamos Demasi y yo y en la otra el Locón y Juanfer, ambos roncadores. Al lado nuestro había una familia que escuchaba cumbia y que sabía todas las letras de cada tema que retumbaba en el parlante. Comimos los fideos más feos de la historia, estaban crudos y tenían gusto a humo. Pero igual nos miramos y dijimos que zafaban.
Al otro día el Locón se levantó de mal humor y yo le quería romper la cabeza. Juanfer seguía buscando sus zapatillas y la familia de al lado seguía escuchando cumbia. Desayunamos, yo me lavé la cabeza y los dientes y después ayude a Demasi a desarmar nuestra humilde carpa que había aguantado toda la noche los fuertes vientos. Salimos del camping y volvimos por el lugar en donde Juanfer había perdido la zapatilla. Paramos pero no encontramos nada, salvo una lata de Coca cola pisada.

Viajamos a Pehuenia, lugar que yo ya conocía porque me habían mandado con el diario. Un lindo curro para comer gratis y hablar boludeses. Paramos en un camping mucho mejor que el primero. El dueño, un viejo grande, nos recibió y nos dijo que se pagaba cuando dejábamos el lugar. Ahí empezamos a pensar en irnos sin pagar, pero ya le habíamos dado la patente del auto. Por eso desistimos de la idea. Buscamos una mesa, la encontramos y armamos de vuelta las carpas. Después nos bañamos y Juanfer se puso a hacer la comida, con una leña que largaba mucho humo. Al lado nuestro se había instalado un matrimonio con su hija. El tipo tenia de todo y no paraba de buscar cosas. Después nos pidió una mano y lo ayudamos. La hija era linda y tenía un embole bárbaro. Estaba en esa edad en la que estar con tus viejos es una garcha y te la tenés que bancar.
A la noche, tipo doce, una pareja de ancianos que estaba enfrente de nosotros se fue a dormir y el hombre al segundo cayó muerto y no paró de roncar. Yo le decía a Juanfer que el tipo estaba con una motosierra adentro de la carpa. Nos reímos y el viejo estaba jugando la final del mundo contra los ingleses, dejando la vida en cada ronquido. Ves, ahí prendió la máquina de cortar pasto, le decía a Demasi. Estuvimos riéndonos un buen rato hasta que decidimos a ir a la playita que había atrás del camping.
Hacía un frío tremendo y juanfer estaba de pantalones cortos. Caminamos mirando las otras carpas, entremedio de música y fuego, con un sol de noche de los nuevos. Llegamos a la orilla y el aire era glaciar. Yo estaba bien abrigado arriba pero sentía frío en las piernas. Nos sentamos en una bajada de cemento para no llenarnos de arena. El agua se movía despacio y duplicaba las estrellas. Nos quedamos callados y el Locón sacó un cigarrillo. Lo fumamos juntos. Apagamos el sol de noche y todo estaba oscuro y ya el frío nos hacía temblar las peras. La escena era tan imponente que decidimos aguantar.  


Al otro día fuimos a recorrer Villa Pehuenia y paramos en unas rocas en donde el agua era cristalina. Bajamos con un fernet y nos pusimos a tomar. El Locón empezó a saltar de piedra en piedra y después dio la vuelta hasta que lo perdimos de vista. Se mata me dijo Juanfer. Vas a ver, se mata, repitió. Yo me reí y asentí con la cabeza. El Locón es un guerrero que se le caga de risa a la muerte. El Locón no se propone hacer cosas, las hace. Siempre va a intentar correr la línea sin pensar demasiado. Y, mientras tomábamos y hablábamos, apareció el Locón con una sonrisa y saltando de piedra en piedra, ileso. Después se paró en una de las piedras, como pensando, y, al segundo, se tiró al agua que estaba bastante fría. Salió y se acomodó el pelo y nos miró desafiante, en ese momento en el que tenés que demostrar que las venas no se te congelaron.
Seguimos un rato más ahí. Hasta que Demasi le dice al Locón que fuera hasta donde él estaba y ahí pasó lo que dijo Juanfer. El Locón se mató. Se resbaló y se pegó feo en una de las rodillas y se raspó toda la pierna izquierda. Enseguida se le hinchó. El Locón no se mata si sigue sus propios planes. Si sigue el de otro, la caga.

Seguimos viaje y fuimos a Lanin. Nos quedamos en un camping en el que te cruzaban en balsa con todas las cosas. Nosotros teníamos muchas y el tipo tuvo que hacer varios viajes. Yo crucé con Juanfer. Lo bueno de ese lugar era que se veía el Volcán Lanin. Bajamos de la balsa y Juanfer se fue a buscar un terreno para poner las carpas y yo me quedé esperando a que los otros cruzaran para ayudarlos. Estaba parado cuando empecé a escuchar una risa que no era muy agradable. Cuando me di vuelta vi a una chica con el pelo revuelto y con ropa sucia, que me miraba y se reía muy fuerte y me señalaba con la mano. La chica parecía sacada de una película de terror. Era retrasada mental. Yo intenté dominarme y no hacerme problemas pero cada vez se acercaba más. Y la balsa estaba recién en la mitad. Suspiré y pensé que, por suerte, todavía era de día. Si eso me hubiese pasado a la noche me moría ahí. La chica se seguía riendo y al lado tenía un perro flaco, que se notaba que no comía muy bien en la semana. Después se sentó en una silla de Quilmes a la que le faltaba el respaldo. Lo peor ya había pasado. Llegaron Demasi y el Locón, bajamos todo y fuimos a donde estaba Juanfer.
Los viajes de camping te enseñan a ser práctico. A acomodar mejor lo que tenés porque sino terminas haciendo el triple de esfuerzo. Además te das cuenta que traes un montón de cosas al pedo. Demasi era el que mejor organizaba y, según los pibes, yo el que mejor observaba porque no hacía nada.
   
Instalamos todo y fuimos a sentarnos a orillas del agua, en donde se veía el volcán. Teníamos un par de cervezas en la heladerita y con el Locón nos pusimos a tomar. Demasi se puso a tirar piedras a un árbol que tenía un hueco. Nos pusimos a tirar. Yo no emboqué ninguna, el Locón tampoco, Juanfer casi y Demasi, sí. Después de eso nos fuimos a buscar leña y Demasi se quedó armando las carpas. Vimos una cascada y a mí se me dio por desafiar al Locón. Le dije que si el saltaba de lado a lado, lo hacíamos todos. Me miró y enseguida me dijo que sí. Midió un poco, tomó carrera y saltó y llegó muy tranquilo al otro lado. Tenía zapatillas con cámara, dato no menor. Entonces me empezó a decir que saltara. Miré el agua y calculé la distancia. Sabía que si llegaba iba a ser con lo justo y por eso no podía saltar así nomás. Tomé carrera y, cuando ya estaba como un jugador de rugby a punto de patear la pelota a los palos, Juanfer me puso una mano en el pecho frenándome, diciendo que él iba a saltar primero. Yo lo miré y lo dejé. Juanfer tomó carrera, miró al Locón y saltó. Cuando despegó los pies del suelo se dio cuenta que no llegaba, que había pensado que no había tanta distancia. Y cuando sus piernas buscaron superficie firme se encontraron con agua y un tremendo golpe, al que el Locón y yo respondimos con risas. Nos tiramos al piso a reírnos. Mientras Juanfer salía del agua como un hombre que fue a combatir una guerra que no era la de él. Puteando al cielo y mirándose los pantalones todos mojados y con sus zapatillas como baldes.
Fue muy gracioso. Estuvimos varios minutos hasta que nos repusimos. Juanfer estaba sentado en una piedra y, al mismo tiempo, me decía que no saltara, que no iba a llegar. Yo, que había gestado el desafío, no podía no saltar. Me parecía desleal y, además, Juanfer ya se había matado. Me puse a pensar nuevamente en mi salto. Sabía que no era tan fácil. Me acomodé y deje que las piernas fueran solas. Una vez en el aire, sentí que llegaba, con lo justo pero que llegaba. Cuando puse los pies en el borde de la orilla, mi pierna derecha patinó y mi zapatilla se hundió en el agua. Igual me pude equilibrar y zafé de mojarme como Juanfer.
Volvimos con leña y con Juanfer empapado. Al otro día teníamos que subir el Volcán, que eran ocho horas. Cuatro de ida y cuatro de vuelta. Comimos y nos fuimos a dormir temprano porque había que estar a las siete en la cabaña en donde te registraban. Eso se hace para saber quiénes suben y a qué hora. Si algún turista se pasa de los horarios estipulados, los guardabosques tienen que salir a buscarlo. Hubo varios casos en los que se perdieron y estuvieron hasta altas horas de la noche en la montaña, en donde el frió es demoledor.

Nos registramos y yo usé el baño del lugar. Eran como los de un shoping. Antes de salir cebé unos mates. Nos dividimos cuatro botellas de agua y decidimos que íbamos a rotar el peso. Todos estábamos de pantalones largos pero abajo teníamos los cortos. Para subir una montaña hay que ir con pocas cosas y sin pantalones largos porque no te dejan mover con facilidad. Empezamos a seguir las chapas rojas que indicaban el camino. El Locón y yo adelante, Juanfer y Demasi atrás. La cosa no iba bien. Habíamos hecho 30 metros y tres paradas. Nos sacamos los pantalones largos, dividimos peso y arrancamos. Era temprano y había ovejas que cuando pasábamos se iban corriendo rápido.
Había un grupo de chicas onda Boy Scout, turistas brasileros, y, entre otros, una pareja de viejos que iban muy despacio. Cuando los vimos enseguida el pensamiento colectivo fue: estos viejos no llegan.
Subíamos, bajábamos, las plantas nos raspaban las piernas, los pozos nos sorprendían. Para trepar a la cima de un volcán tenés que saber regular tu fuerza, sino conocés tu estado físico se torna difícil. Porque podés subir rápido pero la vuelta puede ser terrible.
En un momento, nos topamos con una montaña. Íbamos con el Locón al frente y a mí se me ocurrió que teníamos que correr, que esa montaña se trepaba corriendo y el Locón me siguió el ritmo y empezamos a subir muy rápido. Como si alguien nos estuviera persiguiendo a los tiros. Dale, dale, le decía al Locón, levantando tierra. Demasi y Juanfer habían quedado relegados y no entendían cómo no nos alcanzaban. No sabían que nosotros estábamos en una cruzada personal. Que queríamos desafiar a la montaña, ser parte de ella, que la tierra nos mezclara con el paisaje. Y le metimos, le metimos, le metimos, con la boca abierta y el pecho hinchado buscando el borde para sacar la cabeza y respirar. Llegamos arriba y nos miramos riéndonos. Después vinieron los otros preguntando cómo habíamos llegado tan rápido. La corrimos, dijimos.
Continuamos pero regulando fuerzas. Juanfer estaba visiblemente cansado y teníamos que esperarlo un poco. Con el Locón seguíamos agitados. La pareja de ancianos nos pasó y los saludamos. Volvimos a pensar que no llegaban. Comimos unas galletitas dulces, tomamos un jugo súper puro y seguimos.
Ya no hablábamos tanto. Concentrábamos nuestras fuerzas en cada paso, en cada arbusto, en cada pista del volcán. Nos sacamos las remeras y nos pusimos las camperas y buzos para que la transpiración no nos jugara en contra.  
Otra vez una parte empinada. Otra vez mis ganas de correr la montaña. En esta arengué a todos y les empecé a gritar: dale que esto es Boca! Y fuimos con todo. Hasta que no dimos más porque, a diferencia de la otra, esta era mucho más empinada e interminable.
Nos perdimos. No vimos la chapa roja y fuimos para otro lado. Llegamos a una parte en la que había que cruzar por una corriente de agua. Yo pensaba que era por ahí y busqué un palo. Después otro y armé un puente. Cruzamos sin mayores problemas, pero, en el fondo, sabíamos que si no había puente no era por ahí. Además, sembramos la duda para los que venían atrás y veían un puente.

Estuvimos una hora perdidos, junto con otros pibes y una parejita. Los ancianos no estaban. Después vimos una señal y retomamos el camino. A partir de ahí Juanfer sintió el cansancio y subió solo. Yo tenía un pinchazo en la parte de atrás de la rodilla izquierda. Caminamos, cruzamos a los viejos que venían intactos. Llegamos a la punta del volcán. Pero no vimos el cartel y pensamos que había que seguir un poco más. Subimos y nos tiramos en unas piedras, el Locón se fue más lejos. Yo me quedé dormido bajo el sol con la capucha puesta.

Los viejos llegaron.

La vuelta fue terrible. El pinchazó de la pierna me dolía mucho, porque amortiguaba cuando bajaba. Me tomé un desinflamante. Ahora sabíamos todo lo que faltaba porque conocíamos el territorio y eso era más duro para la cabeza. No sentíamos el cuerpo. Ya era parte de las ramas, el agua, el bosque.
Cuando estábamos por llegar a la entrada, Juanfer pensó que sólo quedaban pocos metros y empezó a correr. Nosotros nos miramos y, para no ser menos, lo empezamos a seguir. Juanfer parecía Rocky Balboa entrenándose para una pelea final. Corríamos sacando fuerzas de no sé dónde y la llegada nunca aparecía. En un momento Juanfer arrastró con su cuerpo un par de ramas que casi nos sacan la cara a los que veníamos atrás. Paramos de correr. Faltaba mucho todavía. Puteamos a Juanfer.
Llegamos doloridos. Mi cuerpo me hacía sentir las articulaciones y los años de no hacer nada. Teníamos que comprar algo para comer y fuimos a una proveeduría de un camping de plata. Demasi se baño de colado en el camping y nosotros estuvimos 45 minutos para comprar asado y papas. La mina que atendía te preguntaba, vos le decías, iba a ver si tenía, volvía, te miraba y te decía que si que tenía, le pedías de vuelta y recién ahí traía las cosas. Una por vez. Envejecí diez años en ese lugar.
Demasi se subió al auto bañado, mientras nosotros parecíamos hombres de pico y pala. Llegamos al camping nos cruzaron en la balsa. Estaba la chica retrasada que se reía. Yo tenía tal cansancio que no me dio miedo. La tomé como algo más del paisaje. Con Juanfer decidimos pagar diez pesos para bañarnos en la ducha del lugar que no tenía luz. La ducha era de lo peor pero en ese momento fue como una vida nueva. Después se pusieron a hacer el fuego para el asado y yo me tiré a descansar en la carpa.
Cerré los ojos, dormité un poco pero escuchaba discusiones afuera. Como no me llamaban para comer sabía que algo andaba mal. Cuando saqué la cabeza de la carpa, Juanfer estaba sentado en un tronco con la mirada en un fuego extinguido y una pala en la mano. Me miró y me dijo que no había asado, que el fuego lo había cagado a baile. Demasi estaba peleando en otro foco de fuego. Ahí nomás tomé la posta y me puse a trabajar para comer el asado. Lo que pasaba era que, cuando trasladaban las brasas al pozo en donde querían hacer el asado, el fuego se apagaba. Juanfer quería hacer dos fuegos; uno para la parrilla y otro para el disco en donde iba a cocinar papas fritas. Luchamos hasta que pudimos hacer el asado (las carnes decíamos nosotros) y las papas. No pudimos despertar al Locón para comer. Comimos como si fuera la última cena. La carne era la mejor del mundo para nuestros dientes, las papas también. Tomamos gaseosa y después nos fuimos a dormir.
Al otro día nos robaron la fuente de las papas. Un perro había llorado toda la noche. Demasi decía que lo cagaban a palos. Pero para mí el perro estaba enfermo y por eso aullaba así. Nuevamente, levantamos todo y seguimos viaje. El del camping nos cobró menos. No por buena voluntad sino por llevarse mal con las matemáticas. Yo, firme como un granadero, le di la plata y no le dije nada.

Ese día que nos ahorramos lo terminamos pagando.

Frenamos en un mirador y cuando el Locón quiso sacar el auto, tuvo que acelerar varias veces y forzar las ruedas. Cuando subimos yo sentía que de mi lado, la rueda hacía mucho ruido. Le dije al Locón pero él dijo que no sentía nada y que estaba todo bien. Seguimos un trecho y le volví a repetir lo mismo al Locón. Él me respondió lo mismo. Hasta que paramos el auto. Cuando bajé a mirar, la rueda estaba destrozada. Tuvimos que sacar todo otra vez para poner la rueda de auxilio. Lo hicimos y seguimos viaje.

Le inventamos una canción a Juanfer y la cantamos durante una hora, cambiándole los ritmos y los estilos. Nuestro nuevo rumbo era San Martín de los Andes, una de las ciudades del sur que más creció en edificación y en nuevos habitantes. Yo iba leyendo el libro Intervenciones de Houellebecq. Paramos en una estación de servicio y comimos hamburguesas. 
Fuimos al camping del ACA que salía cien mangos la noche y tenía todas las comodidades. Cuando viajas mucho llega un momento en que dos cosas se vuelven fundamentales: un buen baño y una buena ducha. Nos instalamos. Ocupamos un espacio de más y una señora nos salió al cruce con ganas de pelear. Nosotros no nos enganchamos y la vieja se quedó con ganas y le decía al marido pero no ven que está ocupado. Aguantamos hasta que el Locón le dijo que ya estaba, que la cortara. El camping tenía dos baños: uno para los socios y otro para los no socios. Yo, obviamente, me metí en el de los socios, que tenía las mejores duchas. Después el gordo vigilante de la puerta me preguntó si era socio y yo, obviamente, le dije que sí. Al otro día me tuve que bañar en el otro baño porque el gordo vigilante me pidió el carnet.
Esa noche decidimos emborracharnos bien, con ganas. Juanfer cocino con la peluca explotada. Salimos del camping y casi nos llevamos puesta una rotonda. Demasi le avisó a tiempo al Locón, que venía en otra. No había mucho movimiento, era un martes. Paramos en un bar de nombre Berlin. Tomamos cerveza y la moza estaba muy buena. 

Al día siguiente fuimos a un mirador. Había que subir bastante y nos perdimos. Yo tenía todavía el pinchazo atrás de la rodilla izquierda. Subimos, bajamos, retomamos el camino. Yo no aguantaba más. El Locón estaba con el gomín flojo y tuvo que hacer entre los arbustos. No me sentía nada bien y ya era una carga para el grupo. Por eso les dije que subieran, que yo me volvía. Y eso hice. Volví con la rodilla en la mano. Aproveché y me fui a una playa que estaba llena. El problema era el viento. Me tiré en un árbol y seguí con el libro de Houellebecq. Estuve un buen rato. Le pedí a un grupo de chicas que me cuidaran las cosas y me metí en el agua. Después me fui para el camping. Era lejos, caminé mil cuadras. Cuando llegué me compré una Pepsi y me metí en la carpa. Los otros no venían y me aburrí bastante. Llegaron tipo siete de la tarde y la habían pasado mejor que yo, según el relato. Esa noche volvimos a ir a Berlín. San Martín nos estaba arruinando el presupuesto. 
Nos fuimos de San Martín e hicimos el camino de los siete lagos. En uno de los lagos, Juanfer repitió la fórmula del Locón y tuvo que hacer entre los arbustos. Llegó un momento en el que el Locón paraba en todos los miradores que había al costado de la ruta. Eso nos rompía las bolas a Demasi y a mí, que para bajar teníamos que hacer una ingeniería tremenda. Un chileno nos sacó una foto pero tardó mucho y yo salí con los ojos cerrados.
Llegamos al Lago espejo chico. Paramos en un camping que estaba hasta las tetas de gente. La de la entrada nos dijo que si encontrábamos un lugar nos podíamos quedar. Dimos un par de vueltas y nos instalamos en un terreno en el que no había parrilla. Teníamos el anafe a gas para cocinar. El lugar estaba repleto de juventud. A diferencia de los otros, en los que había viejos y familias y reglas de no hacer ruido y vigilantes en las puertas de los baños. Acá todo era más libre. En el centro del camping había un hueco grande para hacer un fogón. Bajamos al agua. Tomamos un poco de fernet mientras un grupo de chicas cantaba canciones de Fabiana Cantilo con la guitarra. Tanteamos el agua pero estaba helada. Eran las siete de la tarde y no daba para meterse. Después vinieron unos pibes que no dudaron y se hundieron en la profundidad del lago. Juanfer decía que eran esquimales, que estaban completamente locos.

Empezó la noche en el cielo y yo me sentía mal.

No me acuerdo qué comimos pero sí que me enojé con Demasi. Agarramos el fernet y nos fuimos de vuelta a la orilla. Estábamos apagados. Yo casi no hablaba y el Locón me preguntó qué me pasaba. No le respondí y él, como un viejo sabio, armó un fernet potente y me lo estiró como diciendo tomá esto que te va a salvar, con una mirada de dale no seas boludo. Di un trago largo y me acoplé a la charla. La música se entrecruzaba y llegaban temas de los Piojos con cumbia y los Redondos y palmas y gritos y risas. Nosotros estábamos sentados como si estuviéramos esperando un tren en alguna estación del conurbano. La diferencia era que enfrente nuestro no había vías sino agua y que no teníamos que ir a trabajar. Todo era a favor pero estábamos como dormidos.
Entonces seguimos el instinto y fuimos al fogón, en donde estaba lleno de gente y había chicas y un tal Charly tocando temas en la guitarra. Nos ubicamos y el Locón ya le había agarrado bronca a ese tal Charly y me dijo que le parecía un boludo. Yo traté de calmarlo diciéndole que esos vagos tenían otra onda. El Locón sostuvo su postura. Después me empezó a hablar del fogón, que se estaba apagando. Con sus manos me decía este tronco tendría que ir allá, el otro acá y así se prende al toque. Hizo un chasquido con la lengua, se paró y me dio el vaso de fernet. Se metió y movió la leña con decisión. Y enseguida el fuego agarró. Volvió y me miró como diciendo viste.
Había un cajón peruano que nadie tocaba y el Locón quería que Juanfer tocara. Juanfer toca la batería y por ende sabe tocar un cajón peruano. Juanfer dudó, le preguntó a los dueños si podía tocar. Se sentó arriba y tardó en sentirse cómodo. Después le empezó a pegar como si fuera una alfombra a la que había que sacarle la tierra. Llegaron otros pibes con dos guitarras y el Locón los alentaba para que tocaran, así ese tal Charly perdía protagonismo. Ustedes arranquen que nosotros los seguimos, les decía el Locón, en su búsqueda de armar un sindicato paralelo. Los pibes arrancaron, los seguimos y ese tal Charly tuvo que cerrar el orto por un tiempo.
Había una piba que tenía una voz hermosa. El problema era que ella pensaba que tenía talento y eso me hizo odiarla. Odiar es querer sin amar. Por eso la odiaba, porque se quedaba en la superficie, tenía un cuchillo pero sin filo y era repetitiva. El Locón ya estaba borracho y seguía metiéndose en el fuego. La gente lo aplaudía y el movía los troncos con ganas, como si le estuvieran pagando por esa función.
Demasi le dio un vaso de Fernet puro al Locón y eso lo arruinó. Los valientes duran poco, por eso hay que cuidarlos. Le dije al Locón que no se metiera más en el fuego, que no estaba en condiciones. Demasi lo sostenía para que no se matara.
Todos cantaban y bailaban y tomaban y la noche transcurría a pura sustancia. La música y el fuego nos llevaron a puerto y la sangre y la carne enterraron al pensamiento. El momento se volvió poético porque confesaba un destino. Porque fuimos creando una necesidad, sabiendo que lo que sucedía ahí era efímero y que eso nos hacía responsables. Porque lo efímero deja huellas en el alma. Porque podemos mirar, observar, pero lo importante siempre va a ser el recuerdo, lo que recordamos. La segunda jugada de los hechos. Porque en el recuerdo el cuerpo desaparece y todo se vuelve una masa sin presencia y por eso decidimos levantar las copas de plástico y cantar con Charly como desbordados, con el Locón hundido en su borrachera y Demasi gritando borrachaaas y suciaaaas como me gustan a mí!!!!!! Después apareció Juanfer mirando al cielo, como si las estrellas se estuvieran cagando a tiros y me pasó un brazo por el hombro y nos unimos formando un universo absoluto y sellado, respondiendo al eco de una orden y atrás estaba el Locón que se caía y se paraba y se volvía a caer, porque la tierra se le hundía y movía y sus pies actuaban bajo sospecha, mientras nosotros nos estábamos jugando un minuto contra la eternidad, alimentando el deseo con ausencias, enterneciendo el alma a martillazos, matando a golpes las esperanzas, caminando entre precipicios, nadando en un río sin edad, mientras el Locón seguía luchando con sus piernas, hasta que Demasi lo agarró y lo sostuvo con fuerza pero después se le escapó y una vez más el Locón intentó aferrarse a una viga imaginaria y Demasi se tuvo que poner el traje de árbitro de boxeo y le contó hasta diez y eso fue lo último de la noche del Locón, que se fue del fogón con la mirada perdida y tirando palabras al aire.    

Al otro día Demasi y yo nos levantamos al mediodía porque a la carpa le pegaba el sol por todos los wines. Juanfer hizo lo mismo y el Locón quedó como muerto en su carpa. Sacamos un par de latas del auto y armamos una ensalada con lo que había. Fuimos al agua y Juanfer estuvo media hora tomando coraje para tirarse al lago. Se tiró y pegó varias brazadas muy rápidas. Después. cuando salió, dijo que si no nadaba así, se moría. El Locón se levantó a las tres de la tarde y mucho no podía hablar. Le dijimos que se metiera en el lago y fue y se metió y volvió como renovado.
Nos fuimos del camping y paramos en una playita en donde había mucha gente. Yo me puse la malla y me metí en el agua acompañado por el Locón. Después hicimos una carrera y nadamos un rato como el teniente Dan, cuando se tira del barco de la película Forrest Gump, con el pecho mirando al cielo y tirando brazadas hacía atrás. El Locón siguió nadando y me ganó y después no lo vi más porque se había ido muy lejos. Volví y me senté en la orilla, me saqué la arena de la malla y fui a donde estaban Demasi y Juanfer. Ninguno veía al Locón. No nos preocupamos porque sabíamos que al Locón todavía le sobraban vidas. Nos quedamos mirando a unos pibes que tiraban un Frisbee. Uno la tenía recontra clara, los otros dos eran de madera terciada.

El Locón apareció.  

Se trepó por las rocas que contenían al lago y volvió todo por arriba, bordeando la playa. Nos subimos al auto y seguimos viaje hasta Villa Traful. Tuvimos un delirio de grandeza y bajamos con Demasi a preguntar por el precio de unas cabañas. Entramos al bar en donde estaba la dueña cortando una manzana verde. Le preguntamos el precio y nos sonrió muy amablemente y se metió un pedazo de manzana en la boca pero después nos dijo el precio y todo el trabajo de seducción se le fue a la mierda. Cuando salimos Demasi decía que la mina lo había provocado a él. Pero la pura verdad era que la mina me había provocado a mí. Dimos varias vueltas, enganchamos la radio del lugar y pasaban música pésima. Caímos en un camping bastante digno, con buenos baños. En Traful hicimos sólo una noche y seguimos viaje para Villa Langostura.
Llegamos a Villa Langostura y paramos en uno de esos camping aptos para vigilantes. Después fuimos al Súpermercado a comprar asado para mi despedida. Yo tenía que volver a trabajar a Buenos Aires, ellos seguían viaje hasta donde les alcanzara la plata. En la carnicería el Locón se me acercó y me dijo que se le llenaba de agua la boca cuando veía la carne en el mostrador. Le respondí que se cuidara porque ya estaba entrando en el camino de la gordura. Después fuimos a la estación de ómnibus y saqué el pasaje para Buenos Aires.

Repetimos el menú de la otra vez: asado y papas. Esta vuelta el asador fue Demasi, que anduvo bastante bien. Después salimos y fuimos a un bar a tomar la última cerveza de mi viaje. Nos sentamos y la mina que nos atendió era de Rosario. Nos habló pero nosotros sólo nos concentramos en sus tetas. Volvimos y nos metimos en la carpa Demasi, el Locón y yo. Juanfer durmió en el auto. En este camping te cobraban por cantidad de carpas. En el medio de la noche soñé que me dejaban solo en un bosque y, entre dormido, me paré adentro de la carpa y caminé por encima del Locón. Después caí en la realidad y me tiré a dormir de vuelta.
Al otro día me levanté a las diez de la mañana. Me bañé y le pedí al Locón que me prestará su bolso de Brama, porque el mio estaba roto y se me podía perder alguna prenda. El locón me dio su bolso y pasé todas mis cosas. Comí algunas papas que habían sobrado y salimos para la terminal. Demasi se bajó conmigo y el Locón y Juanfer se fueron a preguntar por una excursión. Nos saludamos así nomás. Con demasi fuimos a comprar unos auriculares, una botella de agua de un litro, un paquete de Saladix y unas Mentoplus. Después fuimos a la terminal a esperar al colectivo de Crucero del Norte. Me esperaban 24 horas de viaje.
Llegó el colectivo y antes de subir nos dimos un abrazo con Demasi. Otra vez en la ruta, pero esta vez solo. En el asiento de adelante se subió una pareja que estaba en la onda mística y el boludo del novio se daba vuelta todo el tiempo para acomodar la almohada y mirar para atrás. Me comí todas las Saladix de un saque. Gran error. Viajé solo durante varias horas hasta que se subió un tipo bastante gordo. Yo no daba más, tenía un hambre terrible y no me quedaba nada para comer, salvo las Mentoplus. Eran las nueve de la noche y la comida no aparecía. Después subió uno de los conductores y me ofreció una lata de cerveza. Le dije que sí. La cosa siguió con un vaso de whisky, le dije que no. Y la remató con una copa de Champagne, le dije que si.

La comida no aparecía.

A las once de la noche se dignaron a servir la comida, y yo ya estaba casi muerto. Me dieron una bandeja con un puré de zapallo y una milanesa de pollo. Todo extremadamente escaso. Me comí todo, hasta la mayonesa. Terminé y empecé a rezar por un postre.

El postre nunca apareció.

Entonces apagaron las luces y me dormí como si estuviera en un sanatorio en terapia intensiva. Mi cuerpo necesitaba un descanso después de tantas vueltas y terrenos desnivelados. Al otro día me desperté y estuve casi media hora meando en el baño químico. Subí y me puse a mirar por la ventana. Ya estábamos llegando a Buenos Aires. Salté del micro y el calor me abrazó muy fuerte. Sacaron todos los bolsos. El mio lo encontraron último. Salí de la estación y me puse a mirar el casco histórico de Retiro, que parecía estar derritiéndose. Yo también me estaba derritiendo.

Me fui caminando porque no tenía monedas y, además, tenía ganas de pensar, de ordenar las ideas en la calle. La ciudad ya me hablaba a los gritos, pero yo venía concentrado pensando en el viaje y en mi vuelta al trabajo. Mirando los edificios altos y los semáforos y los cadetes de la calle Florida y los bancos y bares. Ya no había montañas, ni lagos, ni miradores y caminé hasta que hubo más cielo. Pensé en el Locón, en Juanfer en Demasi. Los vi sentados en un tronco hablando con un mate en la mano o con una cerveza, los vi diagramando la siguiente ruta, o callados, rotundamente callados, los vi saltando a una cascada o descubriendo algún sendero o acomodando el baúl del auto para seguir viaje. Y me vi a mi devuelta en la lucha, rodeado de locos idealistas, de ruido y con una voz diciéndome todo el tiempo no abandones, no abandones, no abandones, no abandones, no abandones, no abandones, no abandones, no abandones, no abandones, no abandones, no abandones, no abandones, no abandones, no abandones y seguí doblando esquina por esquina, siendo parte de mi mapa mental, de la carencia estructural de mi cuerpo, luchando para no caerme frente al calor y al asfalto pegajoso y en ese momento entendí que las fronteras se cruzan para no volver a ser el mismo nunca más, que la línea es fina y se cristaliza y se asienta en campos sin grillos ni maíz ni girasol, y que nosotros somos tierra que se deja corregir por una máquina gigante, que al pasarnos por encima nos iguala, nos quita la individualidad y que por eso nuestra única lucha debe ser la de no dejarse atrapar, la de crear calles laterales, en donde con solo mirarse se entienda la historia que se trae en la sangre y que viaja por la sangre, porque la sangre es lo único que nos enseña, porque la sangre no negocia por papeles, porque la sangre se mueve como un álamo en una noche de lluvia. Y yo seguía mi camino mientras mi piel se caía y la ciudad cambiaba de signos pero siempre representaba lo mismo. Una zanja negra, una plaza enrejada, un pájaro muerto. Esta ciudad te arrodilla, te golpea fuerte en los tobillos, te extiende una mano sucia y lo único que hace es dejar que todos traigan sus ilusiones. Por agua, por tierra, como sea. Lo único que te enseña es a mirar, a ver las caras de los que vienen de frente y a resolver sus enigmas, sus frustraciones, sus pasados, sus sueños muertos. Y a entenderse y a reflejarse y a ser un alma entre la multitud, aunque esa multitud no exista, porque no tiene voz propia, porque siempre es hablada por terceros que acomodan las piezas a su gusto. Y le inventan un objetivo, una dirección, una ruta. Y ahí voy yo entre la multitud, caminando con mi bolso, tirando al viento de la avenida, las cenizas del viaje.
Yo estoy con la campera de colores Puma, al lado mío está el Locón, después Juanfer y último Demasi.

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