Me sacaste el vaso de
vodka, lo tomaste y lo tiraste como si estuviéramos a orillas del mar y estalló
como si hubiera chocado contra las piedras de un acantilado. Bailando eramos un solo cuerpo. Y parecía que todos nos miraban sorprendidos.
Como si realmente hubiera un mar a nuestros pies, un mar cristalino, con peces
borrachos, con algas verdes y rojas y tetas de silicona con formas de aguas
vivas, un mar de dos baldosas que se hundía profundamente y la arena se comía
tus talones y el ritmo nos iba agarrando y empezábamos a salpicar con agua
salada a todos y los peces estaban pasados y vomitaban por todos lados y el
agua iba y venía. Y las luces me pegaban
en la sien y mi hermano no aparecía y ya no quedaba nadie y de a poco nos iban
acorralando marcando la salida con una mano en el hombro como guía y una mirada
profunda. Había que despertar, había que salir del trance. Y afuera llovía. Yo
pensaba en el agua y en esa manera de caer, pareja, igualitaria para todos.
Aunque la diferencia estaba acá, en el suelo, al que vestían con techos de
chapa, con tinglados, con casas de dos
pisos, con puentes y rutas, en donde no hay nada, solo tierra y
desolación. Tierra sin murallas, ni ventanas, solo tierra. Pensaba en eso, en la lluvia y en parar un
taxi por Juan B Justo.
El vagabundo que está llamando a tu puerta tiene puestas las ropas que tú llevaste una vez.
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