Odio la comodidad. Siempre, cuando creo que estoy llegando a esa zona, decido romper en pedazos todo. Renunciar, quedarme sin trabajo, vivir con muy poco. Para después volver a empezar. Una mudanza. Un amor. Un olvido. Una pensión. Una ciudad nueva. Y así, así, así.
Es que algo sabemos los que no podemos parar de buscar: todo está perdido. A veces creo que eso que falta está en la literatura. Lo pienso a la noche. Cuando me saco los anteojos, con los ojos rojos, mientras fumo y me pierdo en las luces de la plaza. La vida se pasa sin sentir, te pone en lugares oscuros, ásperos, para entrenar lo único que vale: el fuego del corazón. Si no tenés nada, eso se apaga rápido. Se acepta. Se confirma con la cabeza baja. Se pone la máquina automática. Se canta una canción única. Y todo es estable y rotundamente aburrido. Y, de a poco, tu piel despide olor a muerto. PERO LA MAYORÍA NO SE DA CUENTA PORQUE TODOS HUELEN IGUAL! Es como el olor de una casa. Sus habitantes nunca van a saber a qué huele.
Pero la vida tiene cruces y excepciones. A los dieciocho años viví un tiempo en una pensión, en once. Ahí conocí a un poeta, que me enseñó cosas esenciales para conocer el corazón humano, el carácter, la amistad. "Todo esto no se mide, se prueba", me decía siempre. Salíamos a la noche a caminar por plaza Houssay. Una plataforma de cemento horrenda, en la que te roban seguro a la medianoche. Conocí todo Buenos Aires con él. Caminábamos horas en silencio. Entrábamos a casas abandonadas. En el centro hay miles y miles. Les ponen una cadena y un candado, que no resisten una mirada. Después están los que se cansan de comprar cadenas y candados y levantan paredes en las puertas. Soñábamos con la "rebelión del mazazo", que consistía en romper en una semana todas esas paredes, para restaurar esas casas y entregarlas a las familias sin techo. Imaginábamos cuadrillas de personas y personas tomando el vacío.
Siempre me preguntaba porqué entrábamos a esos lugares. Era como una especie de reconstrucción. Nos gustaba ver lo que quedaba, muebles, fotos viejas, espejos, baños derrumbados. Una casa vacía es como un cuerpo humano cuando muere, tiene signos de lo que fue pero eso no te confirma nada. Esto nos permitía pensar la posición social de la familia, la decadencia, la época en que vivieron. Armábamos historias delirantes durante horas y horas. Hasta que nos invadía el silencio.
Una noche, José, después estar sin hablar por media hora, me miró y me dijo: "Te voy a explicar porqué entramos acá. El miedo invento todo. Se convirtió en una industria colosal. De corazones bombeando sangre negra, por años y años. Como una cementera que no para de crecer, de tanto levantar paredes, de producir hormigón. Por miedo decidimos amar, pensar ciudades, edificios, acariciar perros, llenar el mundo de niños. Por eso estamos acá... José hablaba y hablaba y la luz de la luna le comía parte de la cara, mientras jugaba con una madera entre sus manos. Cada línea bien construida la afirmaba dando golpes al piso con los pies. Me gustaría poder acordarme de todo lo que dijo, pero fue largo, casi imposible de reproducir. Hunter Thompson, un periodista lunático y genial, decía que cada escritor tiene su propia respiración. Recomendaba tomar cualquier libro y copiar dos páginas para darse cuenta. Esa noche, José, tuvo una respiración larga, intensa, casi al borde de ponerse morado.
Luego de una recorrida nocturna, volviendo a la pensión, tuvimos una batalla campal con una banda de travestis que paraban en el boliche "América", lugar en dónde todo está permitido. Una exclusiva zona de cruces. Nosotros veníamos hablando, como siempre, de algo sin importancia. Cuando un travesti se paró delante de José y le cerró el paso. La situación se fue tornando espesa, hasta que José le rompió la cara de una piña. Tuvimos que salir corriendo. Los travestis eran muchos y cargaban con piedras y gritaban muy fuerte. Yo no podía parar de reírme. Ya veía al cronista de Crónica con la morgue en la espalda diciendo: "En un confuso episodio muere estudiante de periodismo atacado por travestis". Corríamos y corríamos y los travestis parecían alimentados por alguna fuerza sobre natural. Logramos entrar a la pensión sin que la turba nos viera. Finalmente, pudimos arreglar todo con los muchachos y hasta jugamos un partido de fútbol en el estacionamiento de la UBA de Ciencias Económicas.
Así íbamos pasando los días. Las pensiones son líquidas. Todo el tiempo se va adaptando a lo nuevo. Gente que viene y se va. Gente que intenta sobrevivir como se pueda. Gente! El que no tenía le daba al otro. Era una especie de pasamanos. Siempre estábamos apretados con la guita y buscando trabajos temporarios, alimentando nuestra obsesión por la lectura. Recuerdo que una noche vino un ex pensionista a pedirnos ayuda para subir un piano hasta un octavo piso. Nosotros, como estábamos algo tomados, le dijimos que sí. No sabíamos quién era el tipo. Salimos y la noche estaba helada. Llegamos al departamento, que era a la vuelta de la pensión, y vimos el piano en el hall de entrada. Saludamos al dueño, que nos empezó a hablar como si nos estuviera pagando por subir su instrumento. Que ojo con esto... sean muy cuidadosos con las puntas... Y así, así, así. Yo lo miraba y me reía. José parecía encantado con la situación. Si, jefe le decía. Ja. El primer piso lo subimos de manera magistral. Pero el pianista nos rompía las bolas. El segundo también lo subimos bastante bien. Pero el pianista, un hombre muy delicado y bastante marica, nos seguía rompiendo las bolas. En el tercer piso se lo empezamos a cagar a palos contra las paredes. Pum, pum, pum, cuidadoooo, gritaba, ja, nosotros hacíamos como que no escuchábamos. El pianista, hombre delicado, puntilloso y ultra marica, se lo buscó. Llegamos al piso cinco y el piano estaba visiblemente cagado a palos. Paramos a tomar aire y el pianista parecía en una disyuntiva. Se acomodaba los lentes, se pasaba una mano por el pelo, después las dos juntas. Nos quería decir algo pero no se animaba. Hablaba en voz baja con su amigo. Hasta que nos dijo que quería que lo bajáramos porque lo estábamos golpeando mucho. Imagínense!!! Si, Jefe, dijo José. Si, si, Jefe repitió para sí mismo. Se lo bajamos como un auto chocador.
Esa fue la última vez que lo vi a José. Siempre recuerdo algunas palabras, frases sueltas, que quedaron incorporadas en mi ser. Su ritmo salvaje, su visión caótica, que intentaba olvidar el orden de su infancia: "Sin plegarias", repetía cada mañana. Se fue de la pensión sin pagar, dejándome muchos libros sobre mi cama. El kiosquero me dijo que lo vio irse pateando palomas a la hora de la siesta. Que les gritaba "vuelen, vuelen", como esperando una respuesta, que lo saludó y siguió, a paso tranquilo, por la avenida.
Dos días después conocí a Julia...
El vagabundo que está llamando a tu puerta tiene puestas las ropas que tú llevaste una vez.
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