El vagabundo que está llamando a tu puerta tiene puestas las ropas que tú llevaste una vez.
Destino
¿Dónde van las miradas, esas que se pierden en la calle, por la gente, el ruido, a caso surgen para para perderse y nada más? ¿Algunos mensajes mueren sin que los decodifiquemos o en fin nacen para eso? Quiénes son los que tienen claro lo que miran. Lo que buscan, será que cada mirada tiene una sola perspectiva y también fecha de vencimiento. O lo que miramos tiene fecha de vencimiento, como todo –a veces ciertas cosas nos vencen y nosotros mismos nos damos por vencido, porque a nuestro entender cumplió la fecha de prestarle atención- suceso.
El refugio más simple, más monótono, es adjudicar todo al benévolo destino. Ese que es incurable, también despavorido y –a nuestro entender- posee cierta linealidad imposible de resquebrajar. Algo completamente difícil de cambiar, tan difícil como tocar el cielo con las manos (para traer un ejemplo imposible, aunque algunos creen- en su mera locura- poder hacerlo). Cuando esa religiosidad, crece en la conciencia de las personas, instala un halo de aceptación a todo lo que sucede a su alrededor. Y hablo, o mejor dicho, escribo en relación a todo lo malo que pasa, desde aceptar que un tipo mee en la calle delante de chicos que salen de un colegio hasta dejar morir por desnutrición a un pibe.
Esos enunciados metafísicos, que instalan: “Esto sucedió así y por algo será”, todo destino, puro destino. ¿No es una forma eficiente, clara, que busca instalar los pensamientos de otros a favor de sus propios destinos? Si yo creo que nada se puede cambiar, no soy un enemigo para esa bajada de línea, no soy su enemigo porque no doy batalla y compro ese discurso. Cuanto mayor sea la aceptación, mayor es el poder que manejan estos grupos dominantes de destinos “lineales”.
¿Perseguimos un destino -ya escrito, premeditado- o nosotros lo alteramos día a día, o no hay destino alguno?
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