Recién, salía del diario, me compré en un chino una cerveza
helada. Venía esquivando viejas, por la calle. Voy por calles laterales, donde
lo focos se apagan antes, justo, pasé por la comisaria, me cruce delante de una
cámara de televisión, tomando, una brama, ja, como me putearon. Putos, ustedes,
canal 26. Vayan a vigilantear a otro lado. Llegué a la parrilla de la esquina, había
una piba hermosa, con un boludo, importante, después sigue.
Las cosas se solucionan, ahí, decía, donde los sócalos son impares,
invisibles, al tacto de una pared áspera. De noches ásperas. Ahí cuando todo
parece terminarse, en la pared, sin sócalos, sin mucho reflejo, con el aire del
cigarrillo. No hay mucha medida de eso, y mis respuestas, entrecortadas,
siempre voy cortando las cosas, como por partes, atando algo que no se puede
atar, como los sócalos, impares, sucios por miradas rancias. Las cosas se
solucionan ahí, o mueren, para siempre, con un beso al olvido, si es que
olvido. Con la efervescencia de los que dudan, en los que no dudan ni un
segundo. Esos generan cierta desconfianza. Las cosas se solucionan ahí, en los
rincones, en la oscuridad, más oscura de todas, donde la luz no llega a
joder, la charla que concluye en el de
venir de la cerveza, con el humo que se mete, en la conversación, y el piso más
pegoteado, de todos, es el espacio, donde se solucionan las cosas. Para un
portazo, para un derrame de paranoia. Es la sal de los que creen en algo,
siempre incorrecto. No hay salida de emergencia, en los rincones, laterales,
donde lo único que se pierde es el prestigio, de tanta vida de sobra, de tantas
sonrisas gastadas de esmalte. Las cosas se solucionan ahí o mueren para
siempre, y quedan en ese rincón de San Telmo, en un baldosa negra y blanca:
Rincones, quizás porqué.
Hay una idea que se entrelaza sin mucho oficio. Estoy
cansado del oficio. Ya. Estoy incomunicado con todos. Saliendo de la coartada
que inventé, y que vuelvo a inventar cada mañana (mediodía, perdón). La gente
estila a no creer o a creer demasiado, en todo, en cada línea o cable mal
redactado, sin demasiadas esdrújulas porque cansa la vista. Estoy cansado. Pido
un espacio para un verano de refugio, sin demasiada calma.
Estoy leyendo varios libros a la vez. Los apuntes de la
facultad los tengo de apoya vasos. Me aburren. Pablo Ramos, es un escritor
argentino, muy bueno, de esta época. Tiene cierta candencia y un buen vaivén para
narrar una historia desgarradoramente oscura, con hendijas de luz, que no enceguecen,
que están bien colocadas, con la sutileza de alguien que tiene calle, que no se
la contaron, y que tampoco se la cree. El origen de la tristeza, uno de sus
libros, o el último, el camino de la luna, de cuentos, con un prólogo
impecable. La chica de pelo verde, tiene todo el suburbio subido al sur, con el
arma de la palabra, que le pone significado a los significantes. La posibilidad
sublime. Somos eso una posibilidad sublime.
Inscribir todo en el horizonte de lo posible, es una mera,
pero impecable, forma de plantear el camino. En eso venía pensando cuando me
crucé por enfrente del móvil de televisión, a dos cuadras de mi casa, ahhh, la
cerveza estaba helada. Y la china no me pidió cambio, y nos saludamos
amablemente. La parrilla está llena, y Miguel, no me guardó mesa. Me voy, con
mi horizonte de lo posible. Qué linda, piba.
Yo odio las terminales, son grises, y siempre hay gente
esperando algo, o a alguien, sentadas mirando sus relojes, el tablero rojo,
impacientes, acodados a las ventanillas, mirando por los ventanales,
desilusionándose a cada rato, esperando los carromatos de dos pisos. El humo de
los cigarrillos, y la televisión a todo lo que da. Y una voz que anuncia la
llegada, y el egreso, y las postergaciones. ¡Las postergaciones! Y todo eso que
esconde una terminal (que real mente esconde muchas cosas), barajadas en esa
rutina diaria que no vemos, porque siempre estamos de paso, pero que otros
conocen porque la viven y reniegan de todo eso. El que vende gaseosas me lo
dijo, por lo bajo, pero me lo dijo, y yo no supe que decirle, no supe como
palmearle la espalda, el ánimo. Ahí viven esos tipos, como el de la gaseosa,
que se ganan la vida, y parte de mi se queda ahí, con el de la gaseosa, el que
labura en la estación de servicio, que agarra el surtidor a las cuatro de la
mañana, y no llega a fin de mes, con el del peaje que toma mil bondis, cada vez
que los veo me quedo con ellos, un poco de mi se queda a su lado. Siempre
denostados, escupidos con miradas rancias, laburando la noche, la mañana, el
día, y las miradas por arriba de los hombros, solo eso les queda. Para volver
paleando una tristeza, inexplicable, detrás de los ojos, con el lomo cagado a
golpes, eso que muchos no entienden. La mina que va en el tren a limpiar casas,
cansada, sin mirarse al espejo, pero sabe que no quiere más eso, pero sigue, se
levanta, y deja los fracasos por un rato, para que la suerte se le cague de
risa, y después vuelva y todo sea como antes, con la luna que cae y el día que
termina, y así, así, de oscuro todo, por eso, quizá soy amigo de ellos y me
quedo, me quedo un rato, con la mirada perdida, como tomando impulso, tomando
ese valor, que a veces no tengo, pero que tanto busco. Ahí parado con el tipo
de las gaseosas que me contaba sus tristezas, su descalabro. Y sus días de
felicidad y tormento lindados por una fina línea que no se deja ver. Me lo
dijo, así, por lo bajo, pero me lo dijo, y me contó tantas cosas, y subí tarde
al colectivo, me putearon, me refugié en la butaca nueve, ahí en la ventanilla.
Hay días que el diario se vuelve una verdulería. Bueno, no
le digan nada a mis compañeros, los quiero a todos, pero callados. Por Favor.
Un silencio de cementerio, por favor, que, ayer, la noche fue bastante larga.
Te hago dos páginas, para corrientes. La significación de una alfombra llena de
agua, es el horizonte de lo posible. Se inscribe en lo posible. Miro el reloj,
no me anda, no traje el celular. Estoy escribiendo algo largo, extenso, que no
tiene salida, pero que me da cierta salida, a mí, claro. Es simple escribir es
algo solitario, y a la vez liberador, para el que está preparado para que se le
caguen de risa. Me chupa un huevo. Hay salida, estoy en eso. Reinventándome
como siempre a un paso cansado.
En el rincón, con una
cerveza, con el pie en la pared, con la mirada en la baldosa, con el otro pie
pegado al piso. Fue ese el beso del olvido, con la coma en coma, sin aguinaldo,
sin cheque en blanco. Un rincón adverso, como tantos otros, pero este más
adverso, y más áspero y con menos sócalos, y con más sal a derrota, a arruinar
todo sin esperar un vuelto de decepción. Error de un rincón sin luz, con
demasiada sombra. Con el beso del olvido, y un teclado para golpear de noche,
con la ventana abierta. Un rincón.
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