Cass era la más joven y la más guapa de cinco hermanas. Cass era la chica más guapa de la ciudad. Medio india, con un cuerpo flexible y extraño, un cuerpo fiero y serpentino y ojos a juego. Cass era fuego móvil y fluido. Era como un espíritu embutido en una forma incapaz de contenerlo. Su pelo era negro y largo y sedoso y se movía y se retorcía igual que su cuerpo.
Cass estaba siempre muy alegre o muy deprimida. Para ella no había
término medio. Algunos decía que estaba loca. Lo decían los tontos. Los tontos
no podían entender a Cass. A los hombres les parecía simplemente una maquina
sexual y no se preocupaban de si estaba loca o no. Y Cass bailaba y coqueteaba
y besaba a los hombres pero, salvo un caso o dos, cuando llegaba la hora de
hacerlo, Cass se evadía de algún modo, los eludía.
Sus hermanas la acusaban de desperdiciar su belleza, de no utilizar lo
bastante su inteligencia, pero Cass poseía inteligencia y
espíritu; pintaba, bailaba, cantaba, hacía objetos de arcilla, y cuando
la gente estaba herida, en el espíritu o en la carne, a Cass
le daba una pena tremenda. Su mente era distinta y nada más;
sencillamente, no era práctica. Sus hermanas la envidiaban
porque atraía a sus hombres, y andaban rabiosísimas porque creían que no
las sacaba todo el partido posible. Tenía la costumbre de ser buena y amable
con los feos; los hombres considerados guapos le repugnaban: "No tienen
agallas –decía ella-. No tienen nervio. Confían siempre en sus orejitas
perfectas y en sus narices torneadas... todo fachada y nada dentro..."
Tenía un carácter rayando la locura; Un carácter que algunos calificaban
de locura.
Su padre había muerto del alcohol y su madre se había largado dejando
solas a las chicas. Las chicas se fueron con una
pariente que las metió en un colegio de monjas. El colegio había sido un
lugar triste, más para Cass que para sus hermanas. Las
chicas envidaban a Cass y Cass se peleó con casi todas. Tenía señales de
cuchilladas por todo el brazo izquierdo, de defenderse en dos peleas. Tenía
también una cicatriz imborrable que le cruzaba la mejilla izquierda; pero la
cicatriz, en vez de disminuir su belleza, parecía por el contrarío, realzarla.
Yo la conocí en el bar West End unas noches después de que la soltaran
del convento. Al ser la más joven, fue la última hermana que soltaron.
Sencillamente entró y se sentó a mi lado. Yo quizá sea el hombre más feo de la
ciudad, y puede que esto tuviera algo que ver con el asunto.
- ¿Tomas algo?
- Claro, ¿Por qué no?
No creo que hubiese nada especial en nuestra conversación esa noche, era
sólo el sentimiento que Cass transmitía. Me había elegido y no había
más. Ninguna presión, Le gustó la bebida y bebió mucho. No parecía tener edad,
pero de todos modos le sirvieron. Quizás hubiese falsificado el carnet de
identidad, no sé. En fin, lo cierto es que cada vez que volvía del retrete y se
sentaba a mi lado yo sentía cierto orgullo. No sólo era la mujer más
bella de la ciudad, sino también una de las más bellas que yo había visto en mi
vida. Le eché el brazo a la cintura y la besé una vez.
- ¿Crees que soy bonita?- preguntó.
- Sé, desde luego. Pero hay algo más... algo más que tu apariencia...
- La gente anda siempre acusándome de ser bonita. ¿Crees de veras que
soy bonita?
- Bonita no es la palabra, no te hace justicia.
Buscó en su bolso. Creía que buscaba el pañuelo. Sacó un alfiler de
sombrero muy largo. Antes de que pudiese impedírselo,
se había atravesado la nariz con él, de lado a lado, justo sobre las
ventanillas. Sentía repugnancia y horror.
Ella me miró y se echó a reír.
- ¿Crees ahora que soy bonita? ¿Qué piensas ahora, eh?
Saqué el alfiler y puse mi pañuelo sobre la herida. Algunas personas,
incluido el encargado, habían observado la escena. El
encargado se acercó.
-Mira -dijo a Cass-, si vuelves a hacer eso te echo. Aquí no necesitamos
tus exhibiciones.
- ¡Vete a la mierda, amigo! -dijo ella.
- Será mejor que la controles -me dijo el encargado.
- No te preocupes -dije yo.
- Es mi nariz -dijo Cass-, puedo hacer lo que querrá con ella
- No -dije-, a mí me duele.
- ¿Quieres decir que te duele a ti cuando me clavo un alfiler en la
nariz?
- Sí, me duele, de veras.
- De acuerdo, no lo volveré a hacer. Animo
Me besó, pero como riéndose un poco en medio del beso y sin soltar el
pañuelo de la nariz. Cuando cerraron nos fuimos a
donde yo vivía. Tenía un poco de cerveza y nos sentamos a charlar. Fue
entonces cuando pude apreciar que era una persona
que rebosaba bondad y cariño. Se entregaba sin saberlo. Al mismo tiempo,
retrocedía a zonas de descontrol e incoherencia.
Esquizoide. Una esquizo hermosa y espiritual. Quizás algún hombre, algo
acabase destruyéndola para siempre. Esperaba no
ser yo.
Nos fuimos a la cama y cuando apagué las luces me preguntó:
- ¿Cuándo quieres hacerlo, ahora o por la mañana?
- Por la mañana -dije, y me di la vuelta.
Por la mañana me levanté, hice un par cafés y le llevé uno a la cama.
Se echó a reír.
- Eres el primer hombre que conozco que ha querido hacerlo por la noche.
- No hay problema -dije-. En realidad no tenemos por que hacerlo.
- No, espera, ahora quiero yo. Déjame que me refresque un poco.
Se fue al baño. Salió enseguida, realmente maravillosa, largo pelo negro
resplandeciente, ojos y labios resplandeciente, toda
resplandor... Se desperezó sosegadamente, buena cosa. Se metió en la
cama.
- Ven, amor.
Fui.
Besaba con abandono, pero sin prisa. Dejé que mis manos recorriesen su
cuerpo. Acariciasen su pelo. La monté. Su carne era
cálida y prieta. Empecé a moverme despacio y queriendo que durara. Ella
me miraba a los ojos.
- ¿Cómo te llamas? -pregunté.
- ¿Qué diablos importa? -preguntó ella.
Solté una carcajada y seguí. Después se vistió y la llevé en coche al
bar, pero era difícil olvidarla. Yo no trabajaba y dormí
hasta las dos y luego me levanté y leí el periódico. Cuando estaba en la
bañera, entro ella con una hoja: una oreja de elefante.
- Sabía que estabas en la bañera -dijo-, así que te traje algo para
tapar esa cosa, hijo de la naturaleza.
Y me echó encima, en la bañera, la hoja de elefante.
- ¿Cómo sabías que estaba en la bañera?
- Lo sabía.
Cass llegaba casi todos los días cuando yo estaba en la bañera. No era
siempre la misma hora, pero raras veces fallaba, y traía
la hoja de elefante. Y luego hacíamos el amor.
Telefoneo una o dos noches y tuve que sacarla de la cárcel por
borrachera y pelea pagando la fianza.
- Esos hijos de puta - decía-, sólo porque te pagan unas copas creen que
pueden echarte mano a las bragas.
- La culpa la tienes tú por aceptar la copa
- Yo creía que se interesaba por mí, no sólo por mi cuerpo.
- A mí me interesas tú y tu cuerpo. Pero dudo que la mayoría de los
hombres puedan ver más allá de tu cuerpo.
Dejé la ciudad y estuve fuera seis meses, anduve vagabundeando; volví.
No había olvidado a Cass ni un momento, pero
habíamos tenido algún tipo de discusión y además yo tenía ganas de
ponerme en marcha, y cuando volví pensé que se habría
ido; pero no llevaba sentado treinta minutos en el West End cuando ella
llegó y se sentó a mi lado.
- Vaya, cabrón, has vuelto.
Pedí un trago para ella. Luego la miré. Llevaba un vestido de cuello
alto. Nuca la había visto así. Y debajo de cada ojo,
clavado, llevaba un alfiler de cabeza de cristal. Sólo se podían ver las
cabezas de los alfileres, pero los alfileres estaban
clavados.
- Maldita sea, aún sigues intentando destruir tu belleza....
- No, no seas tonto, es la moda.
- Estas chiflada.
- Te he echado de menos -dijo
- ¿Hay otro?
- No, no hay ninguno. Solo tú. Pero ahora hago la vida. Cobro diez
billetes. Pero para ti es gratis.
- Sácate esos alfileres.
- No, es la moda.
- Me hace muy desgraciado.
- ¿Estás seguro?
- Sí, mierda, estoy seguro.
Se sacó lentamente los alfileres y los guardo en el bolso.
- Porque la gente cree que es todo lo que tengo. La belleza no es nada.
La belleza no permanece. No sabes la suerte que
tienes siendo feo, porque si le agradas a alguien sabes que es por otra
cosa.
- Vale -dije-, tengo mucha suerte.
- No quiero decir que seas feo. Sólo que la gente cree que lo eres.
Tienes una cara fascinante.
- Gracias.
Tomamos otra copa.
- ¿Qué andas haciendo? -preguntó.
- Nada. No soy capaz de apegarme a nada. Nada me interesa.
- A mí tampoco. Si fueses mujer podrías ser puta.
- No creo que quisiera establecer un contacto tan íntimo con tantos
extraños. Debe ser un fastidio.
- Tienes razón, es fastidioso, todo es fastidioso
Salimos juntos, por la calle, la gente aún miraba a Cass. Aún era una
mujer hermosa, quizá más que nunca.
Fuimos a casa y abrir una botella de vino y hablamos. A Cass y a mí,
siempre nos era fácil hablar. Ella hablaba un rato yo
escuchaba y luego hablaba yo. Nuestra conversación fluía fácil sin
tensión. Era como si descubriésemos secretos juntos.
Cuando descubríamos uno bueno, Cass se reía con aquella risa.. de
aquella manera que sólo ella podía reírse. Era como el
gozo del fuego. Y durante la charla nos besábamos y nos arrimábamos. Nos
pusimos muy calientes y decidimos irnos a la
cama. Fue entonces cuando Cass se quito aquel vestido del cuello alto y
lo vi... Vi la mellada y horrible cicatriz que le cruzaba
el cuello. Era grande y ancha.
- Maldita sea, condenada, ¿Qué has hecho? -dije desde la cama
- Lo intenté con una botella rota una noche. ¿Ya no te gusto? ¿Soy
bonita aún?
La arrastré a la cama y la besé. Me empujo y se echo a reír:
- Algunos me pagan los diez y luego, cuando me desvisto no quieren
hacerlo. Yo me quedo los diez. Es muy divertido.
- Sí -dije-, no puedo parar de reír... Cass, zorra, te amo... deja de
destruirte; eres la mujer con más vida que conozco.
Volvimos a besarnos. Cass lloraba en silencio. Sentí las lágrimas. Sentí
aquel pelo largo y negro tendido bajo mí como una
bandera de muerte. Disfrutamos e hicimos un amor lento y sombrío y
maravilloso.
Por la mañana, Cass estaba levantada haciendo el desayuno. Parecía muy
tranquila y feliz. Cantaba. Yo me quedé en la cama
gozando su felicidad. Por fin, vino y me zarandeó.
- ¡Arriba, cabrón! ¡Chapúzate con agua fría la cara y la polla y ven a
disfrutar del banquete!
Ese día la llevé en coche a la playa. No era un día de fiesta y aún no
era verano, todo estaba espléndidamente desierto.
Vagabundos playeros en andrajos dormían en la arena. Había otros
sentados en bancos de piedra compartiendo una botella
solitaria. Las gaviotas revoloteaban, estúpidas pero distraídas.
Ancianas de setenta y ochenta, sentadas en los bancos,
discutiendo ventas de fincas dejadas por maridos asesinados mucho tiempo
atrás por la angustia y la estupidez de la
supervivencia. Había paz en el aire y paseamos y estuvimos tumbados por
allí y no hablamos muchos. Era agradable
simplemente estar juntos. Compré bocadillos, patatas fritas y bebidas y
nos sentamos a beber en la arena. Luego abracé a
Cass y dormimos así abrazados un rato. Era mejor que hacer el amor. Era
como fluir juntos sin tensión. Luego volvimos a casa
en mi coche y preparé la cena. Después de cenar, sugerí a Cass en mi
coche y preparé la cena. Después de cenar, sugerí a
Cass que viviésemos juntos. Se quedó mucho rato mirándome y luego dijo
lentamente "NO". La llevé de nuevo al bar, le pagué
una copa y me fui.
Al día siguiente, encontré un trabajo como empaquetador en una fabrica y
trabajé todo lo que quedaba de semana. Estaba
demasiado cansado para andar mucho por ahí, pero el viernes por la noche
me acerqué al West End. Me senté y esperé a
Cass. Pasaron horas. Cuando estaba ya bastante borracho, me dio el
encargado.
- Siento lo de tu amiga.
- ¿El qué? -pregunté.
- Lo siento. ¿No lo sabías?
- No
- Suicidio, la enterraron ayer
- ¿Enterrada? -pregunté. Parecía como si fuese a aparecer en la puerta
de un momento a otro. ¿Cómo podía haber muerto?
- La enterraron las hermanas
- ¿Un suicidio? ¿Cómo fue?
- Se cortó el cuello.
- Ya. Dame otro trago.
Estuve bebiendo allí hasta que cerraron. Cass, la más bella de las cinco
hermanas, la chica más guapa de la ciudad. Conseguí
conducir hasta casa sin poder dejar de pensar que debería haber
insistido en que se quedara conmigo en vez de aceptar aquel
"NO". Todo en ella había indicado que le pasaba algo. Yo
sencillamente había sido demasiado insensible, demasiado
despreocupado. Me merecía mi muerte y la de ella. Era un perro. No, ¿Por
qué acusar a los perros? Me levanté, busqué una
botella de vino, bebí lúgubremente. Cass, la chica más guapa de la
ciudad muerta a los veinte años.
Fuera, alguien tocaba la bocina de un coche. Unos bocinazos
escandalosos, persistentes. Dejé la botella y aullé "¡MALDITO
SEAS, CONDENADO HIJO DE PUTA, CALLATE YA!".
Y seguía avanzando la noche y yo nada podía hacer.
Charles Bukowski
Charles Bukowski
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